Memorando para el presidente Maduro

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(Mi posición política sobre Venezuela no es neutral ni íntima. He escrito en público y en privado a favor de la oposición y, en particular, a favor de Leopoldo López, a quien conozco desde hace una década, cuando él tenía que ir casi mendigando apoyo internacional. Pero eso no me impide emitir una opinión más o menos desapasionada sobre lo que creo que está pasando y sobre las posibles salidas que le quedan al presidente Maduro).

Las probabilidades de que el nuevo sistema político de Venezuela sobreviva son extremadamente bajas. Yo diría que no más de un 10% de probabilidad, si tenemos en cuenta que en América Latina, junto con Cuba, Venezuela sería el único país con una Asamblea de partido único. En el mundo entero, considerando países desarrollados, sólo habría que añadir China, Corea del Norte, Vietnam y un puñado más. La gran diferencia, sin embargo, es que en ninguno de esos países ha habido un sistema democrático más o menos homologable, y en Venezuela sí. Han de añadirse otros factores de inestabilidad: el rechazo casi unánime de la comunidad internacional, con previsión de sanciones por parte de un buen número de países; la fuerza que están teniendo las movilizaciones de la oposición en partes importantes del país; y el declive indiscutible de la economía venezolana. En esas condiciones es prácticamente imposible que la nueva Asamblea pueda hacer un trabajo tranquilo y más o menos estable.

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La reputación interna de Maduro es muy precaria. Le guste o no al presidente –da igual si es por culpa de su ineficacia o de una conspiración del capitalismo mundial– lo cierto es que la gestión de Maduro ha alcanzado cotas de impopularidad que hacen muy difícil su supervivencia, considerando que no pueden preverse ni un gobierno estable ni una economía pujante en los próximos dos años – por dar una referencia temporal concreta—. Los datos objetivos dicen que la aprobación de Maduro está en torno al 27% (Datanalisis da 24 y Venebarómetro 30). Es poco consuelo pensar que están peor el colombiano Santos, el mexicano Peña Nieto o el brasileño Temer. Porque ellos no tienen por delante el monumental desafío de reformar por completo el sistema político de sus respectivos países. Un autogolpe como el que ha desarrollado Maduro en Venezuela (suponiendo incluso que sea legal), requiere un nivel de popularidad del promotor como el que, por ejemplo, tenía Yeltsin en la Rusia de 1993, o Chávez en 2002. Maduro más bien se encuentra en la posición de Fujimori en el Perú de 1992. Si el presidente venezolano no encuentra una salida más o menos honorable –la dimisión, por ejemplo, y una negociación de cierta inmunidad– Maduro se arriesga a pasar el resto de sus días en la cárcel o en el exilio.

El resultado de unas elecciones libres no sería malo para los chavistas. En realidad, la huida hacia delante de Maduro es una estrategia sumamente equivocada, a mi modo de ver. Porque aunque no sea ya mayoritario, el chavismo cuenta con el apoyo del 30% de la población (según el citado Venebarómetro), frente a la oposición en la que se alinea el 46%. La destituida Asamblea Nacional tenía un tercio de miembros oficialistas y dos tercios de miembros de la oposición. En las elecciones parlamentarias del año pasado Maduro y el chavismo no quedaron tan mal. En cualquier país del mundo una fuerza política con un 30% de apoyo se animaría a competir con el poder de forma limpia. La empresa Smartmatic que ha hecho el recuento en la elección constituyente dice que el Gobierno ha exagerado la participación en al menos un millón de votantes. Si no son ocho millones los que han participado según Maduro, sino siete según la empresa (poco sospechosa de ser antichavista, por cierto, hasta en eso se equivoca Maduro, haciendo nuevos enemigos cada día), entonces volvemos a la cifra aproximada de un 30 y tantos por ciento de apoyo. El chavismo tiene aún, se mire por donde se mire, una buena bolsa de apoyo popular, si bien minoritario, entre los venezolanos.

Convertir el chavismo en socialismo democrático. Digamos que en términos impresionistas, el chavismo tiene dos grandes hojas de ruta posibles. La que sigue ahora –la creación de un régimen revolucionario unipartidista al modo cubano— supondrá muy probablemente inestabilidad, desprestigio y soledad internacional y precariedad económica. No habrá una guerra civil mientras el Ejército mantenga su sólido apoyo al Gobierno, pero ni siquiera eso está garantizado. Si ya ha habido deserciones entre las filas chavistas en otros ámbitos del oficialismo, puede haberlas entre los cuadros militares. Maduro, por otro lado, debería saber muy bien lo absurdo de imitar a un país pequeño, medio adormilado políticamente, estable y seguro, como Cuba, con un país como Venezuela: grande, potencialmente rico, inestable, inseguro. La segunda hoja de ruta posible, y la más improbable vista la cerrazón de Maduro, sería sin embargo la más viable para él y los suyos. Restablecer todas las garantías democráticas en el país, incluida por supuesto la liberación de los presos políticos. El chavismo podría reformarse para convertirse en una fuerza política de izquierda. Incluso trabajar en un modelo a la izquierda del socialdemócrata. Hay amplio margen para proponer ideas y políticas sociales en Venezuela. Nada hace pensar que Maduro vaya a tomar ese camino. Si ha disuelto la Asamblea, ha encerrado a los opositores, ha puesto los tanques en la calle y se ha empeñado en romper la Constitución que promovió el propio Chávez, lo más probable es que siga en esta deriva suicida. Quizá sería más inteligente dar un paso atrás y dejar que otro líder chavista menos impulsivo tomara las riendas.

(Mi posición política sobre Venezuela no es neutral ni íntima. He escrito en público y en privado a favor de la oposición y, en particular, a favor de Leopoldo López, a quien conozco desde hace una década, cuando él tenía que ir casi mendigando apoyo internacional. Pero eso no me impide emitir una opinión más o menos desapasionada sobre lo que creo que está pasando y sobre las posibles salidas que le quedan al presidente Maduro).

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