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La muerte de un dios macho

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Lapidaria e irónica como suele ser en sus afirmaciones, Maruja Torres ha descrito la profusión de obituarios de Maradona: “Lluvia de cursis deportivos”. Es muy impresionante el esfuerzo literario que se está poniendo al elogiar al malogrado futbolista. Con titulares como “Dios ha muerto” o “Maradona ya es eterno”, las páginas se llenan de frases subordinadas, de poesía, de sustantivos abstractos y adjetivos rimbombantes, tratando de hacer de la muerte del ídolo un acontecimiento religioso.

Tomando prestada la letra de Los Chikos del Maíz, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, nuestro vicepresidente primero ha hecho su propia oración en homenaje al ídolo: “Diego nuestro, santificada sea tu zurda / Dios no está en el cielo, se recupera en Cuba / Diego nuestro, barrilete cósmico divino / Dios lleva el 10 a la espalda y es argentino.”

Como es difícil deificar por completo a Diego Armando Maradona, porque era cocainómano, alcohólico, tramposo y muy probablemente abusador, entonces los seguidores de su Iglesia –en Argentina y en Italia abundan los altares caseros con su fotografía– , siguiendo la distinción que hizo su entrenador personal, distinguen al Diego joven, virtuoso, pobre de nacimiento y esforzado, del Maradona adulto, gamberro, fiestero, corrupto y toxicómano. "Con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona ni a la esquina", dicen que dijo. Se supone que el primero vive eternamente allá en el cielo –donde Pelé espera jugar con él– y solo el segundo ha muerto.

Es normal que a propósito de la muerte de un mito los exégetas afilen sus plumas y escriban con tono poético y grandilocuente, incluso sacralizando objetos físicos, como cuando se recuerda aquella frase que a los ateos nos resulta incomprensible: “La pelota no se mancha”. No entiendo qué nos quería decir Diego Maradona en esa reflexión que resultó aparentemente tan trascendental.

Es fascinante el fervor con que los grandes fenómenos deportivos son capaces de generar mitos laicos, y en Europa y América Latina nada como el fútbol para lograrlo. En el fútbol como fenómeno de masas se pone de manifiesto esa hipótesis tan freudiana y tan constatable según la cual en la muchedumbre el individuo pierde racionalidad y se vuelve pasional e incontrolable. La identidad, uno de los fundamentos morales más percutientes de nuestra personalidad, se abarata con el fútbol. ¿Cómo, si no fuera por el fútbol, puede entenderse la mitificación de Maradona? No hay mito posible de tal tamaño en la hípica, en el tenis o en la esgrima.

Pero de esta lacrimógena despedida del controvertido futbolista, hay un fenómeno que me parece especialmente relevante: cómo se le perdonan los pecados. Como dijo Galeano hablando de él, Maradona era un dios entre los humanos y el más humano de los dioses. Hay algo interesante en su deificación, que consiste precisamente en justificar en él su comportamiento más abyecto, que es como decirnos a nosotros mismos que, bueno, a fin de cuentas, esos eran solo pecados veniales. Que se puede morir dignamente, e incluso tener capilla ardiente en el palacio presidencial, a pesar de haber sido un bala perdida. Resulta sin duda reconfortante.

No tanto para ellas. Es también curioso observar que las necrológicas elogiosas, el fervor sobre el personaje y la poesía sobre el supuesto Diego eterno y el Maradona carnalmente muerto, han sido escritas por una aplastante mayoría de hombres. Las mujeres que se han atrevido a asomar la cabeza a las exequias, protagonizadas por los hombres, han señalado tímidamente, como parece decirnos Maruja Torres, que quizá el fallecido no mereciera tantos honores.

Lapidaria e irónica como suele ser en sus afirmaciones, Maruja Torres ha descrito la profusión de obituarios de Maradona: “Lluvia de cursis deportivos”. Es muy impresionante el esfuerzo literario que se está poniendo al elogiar al malogrado futbolista. Con titulares como “Dios ha muerto” o “Maradona ya es eterno”, las páginas se llenan de frases subordinadas, de poesía, de sustantivos abstractos y adjetivos rimbombantes, tratando de hacer de la muerte del ídolo un acontecimiento religioso.

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