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Los principios están en las Casas del Pueblo

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En 1908, en la calle Piamonte, en Madrid –en el lugar que hoy ocupa una conocida tienda y taller de vespas, en el pujante barrio de Chueca– Pablo Iglesias fundó la Casa del Pueblo de la capital de España. Las crónicas dicen que para el fundador del PSOE fue el día más feliz de su vida. En un palacete muy a conciencia rehabilitado para el encuentro de la clase obrera madrileña, con una lustrosa y abundante biblioteca, un auditorio modernista, un café con aspecto burgués y aulas para la formación de los trabajadores, allí se reunían 35.000 socialistas de la ciudad. En realidad, ya antes el PSOE y la UGT habían fundado otras Casas del Pueblo –Montijo en Badajoz y Alcira en Valencia se disputan la primera fundación– pero la de Madrid fue un hito por su tamaño, sus recursos y el gran número de trabajadores que acogía.

En las Casas del Pueblo, que antes de la Guerra Civil eran unas 900 distribuidas por todo el país, los obreros leían o aprendían a leer y escribir, debatían, distribuían medicinas y alimentos, se divertían, se socorrían mutuamente en casos de necesidad, de huelga o de emergencia… En buena medida, los socialistas inventaron, o al menos extendieron entre el proletariado, los sistemas de mutualidad que luego hemos llamado “seguros”. Las casas debían ser lugares céntricos, cómodos, bellamente habilitados, culturalmente avanzados. En ellos debían encontrar los obreros los remansos de vitalidad y confort que no tenían ni en sus precarias casas ni en sus centros de trabajo. Era todo un símbolo de orgullo de clase, que las Casas ocuparan antiguos palacios de la alta burguesía o incluso, en algún caso, conventos de la Iglesia.

Desconozco la cifra exacta, pero el PSOE no tiene hoy menos de 4.000 Casas del Pueblo. Casi diez veces más inmuebles que McDonalds. En cada pueblo o ciudad de España de cierto tamaño hay al menos una sede del Partido Socialista. Generalmente no se trata de un palacete, por supuesto, pero sí de un digno piso o un local a pie de calle. Esos lugares ya no necesitan cumplir con el antiguo objetivo de acoger cómodamente a los proletarios del lugar, como a principios del siglo XX, y, afortunadamente, quienes las visitan están allí menos cómodos que en sus propias casas.

He visitado decenas de esas Casas del Pueblo, en cuyas paredes casi siempre cuelga el retrato de Pablo Iglesias y algunos viejos carteles electorales de los mejores tiempos. Suele haber también un par de salas más o menos amplias, para las asambleas de la agrupación, y algunos despachos. En muchas de las Casas del Pueblo se organizan eventualmente acciones sociales determinadas: se recogen libros de texto para dárselos a los niños al inicio de curso, se colabora con organizaciones sociales, se recogen alimentos o ropas cuando hay alguna emergencia… Pero las Casas del Pueblo de hoy no son lo que fueron en sus orígenes. Falta en ellas vida, los militantes –la mayoría de ellos– apenas las visitan y sus puertas parecen –aunque en realidad no lo estén– cerradas al vecindario.

Hace un par de años, desde Ferraz, los socialistas intentaron reavivar el espíritu de las Casas del Pueblo originales: devolverles su auténtico y bonito nombre –los militantes las siguen llamando hoy con el más feo nombre de “agrupación”–, fomentar que en sus dependencias se enseñara a cualquier ciudadana o ciudadano que lo quisiera – sin necesidad de ser militante socialista – a redactar un currículum; o que se ofreciera algún servicio jurídico para tanta gente como quedaba en paro; o que se entretuviera a los niños para que la madre o el padre pudieran descansar un rato; o que se ofreciera wifi a quien no podía acceder a ella;  o que se dieran pequeños cursos en alguna habilidad laboral o artística; o se prestaran libros; o incluso se repartieran alimentos o enseres a los más menesterosos.

Se anunció, pero el plan no funcionó. Por lo que fuera. Quizá faltaba el espíritu luchador y optimista entre los militantes, mucho más cansados y desmotivados que los socialistas de 1908. Puede que algunos de los secretarios generales de las federaciones del PSOE no se sintieran tampoco animados a poner en marcha algo que se les sugería desde la sede federal de Ferraz. Pero lo cierto es que el plan quedó en muy poco.

El PSOE tiene, efectivamente, un montón de lugares físicos en los que recordar y renovar sus principios: sus principios temporales y sus principios morales. Hay unos 190.000 afiliados que pagan su cuota. También es difícil encontrar organizaciones españolas con tantos miembros. La inmensa mayoría de ellos son buena gente que, como en el resto de los partidos políticos, está ahí porque cree en la política como herramienta para cambiar las cosas. En el caso de los socialistas, como en otros partidos de izquierda, es seguro que además son personas solidarias y socialmente activas. Saldrían en buen número a ayudar, en la medida de las posibilidades de cada cual, si se les pidiera y se les indicara cómo hacerlo.

Cuando leo a Pablo Iglesias Turrión invitando al activismo en las calles como parte esencial de la acción de Podemos,  para estar en todos los “conflictos”, yo me acuerdo de Pablo Iglesias, que además de fundar una organización política para la protesta contra la opresión de los trabajadores y para la defensa de sus derechos, puso en marcha esa maquinaria extraordinaria de socialización y solidaridad que fueron las Casas del Pueblo. Cuando escucho a los líderes socialistas de hoy o de ayer hablar de la necesidad de poner en pie a su partido, o de reinstaurar la unidad y recuperar la fuerza de la organización, o de dejar de mirarse a sí mismos y mirar más por España, a mí me gustaría que en lugar de suplicarlo, lo hicieran. Que llamaran a sus militantes, no sólo para pedirles cada cierto tiempo un aval, un voto o una colaboración como interventores o voluntarios electorales. Que les preguntaran cómo pueden ayudar a sus compañeras y compañeros, y, mejor aún, al resto de compatriotas. Que abrieran las Casas del Pueblo para demostrar que, por fin, el Partido Socialista ha decidido volver a ser la organización política más solidaria y más fuerte del país. No se me ocurre mejor manera de devolver el orgullo a los socialistas y recuperar la fuerza y la ilusión que sus militantes tanto echamos de menos.

En 1908, en la calle Piamonte, en Madrid –en el lugar que hoy ocupa una conocida tienda y taller de vespas, en el pujante barrio de Chueca– Pablo Iglesias fundó la Casa del Pueblo de la capital de España. Las crónicas dicen que para el fundador del PSOE fue el día más feliz de su vida. En un palacete muy a conciencia rehabilitado para el encuentro de la clase obrera madrileña, con una lustrosa y abundante biblioteca, un auditorio modernista, un café con aspecto burgués y aulas para la formación de los trabajadores, allí se reunían 35.000 socialistas de la ciudad. En realidad, ya antes el PSOE y la UGT habían fundado otras Casas del Pueblo –Montijo en Badajoz y Alcira en Valencia se disputan la primera fundación– pero la de Madrid fue un hito por su tamaño, sus recursos y el gran número de trabajadores que acogía.

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