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El prior

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Fray Santiago se prodiga en conferencias y mesas redondas sobre órdenes religiosas medievales. Exhibe un conocimiento enciclopédico de santos, reyes y señores feudales y congregaciones religiosas. Isabel la Católica es para él una sierva de Dios, y si habla de América Latina, enfatiza que debe llamarse “Hispanoamérica o Iberoamérica, que no Latinoamérica”. Ha escrito incluso un libro (Hispania - Spania, el nacimiento de España) que sitúa el nacimiento de nuestra identidad nacional en el reino de los visigodos en Toledo. Para Santiago Cantera Montenegro, Dios –el suyo, por supuesto– y patria –la que nace en Toledo y empieza a morir con el Generalísimo– son una misma cosa.

Fray Santiago Cantera, prior administrador de la Abadía Santa Cruz del Valle de los Caídos, viste siempre en público su hábito benedictino negro con capucha. Y tiene en vilo, él solo, por sus santos cojones, al país entero.

El mismo país que por votación del Congreso de los Diputados –sin oposición ni siquiera del PP, que se abstuvo–  ha pedido la exhumación de la momia de Francisco Franco. El cadáver del dictador fue gentilmente embalsamado en 1975, cuando Fray Santiago, el guardián actual de su tumba, tenía apenas tres años de edad.

A fray Santiago solo le ordena directamente un cura francés, Dom Philippe Dupont, abad-presidente de la Congregación de Solesmes, porque las órdenes religiosas están estructuradas de manera paradójicamente confederal. Más allá del tal Dupont, que probablemente no sabe ni quiere saber de lo que hablamos, al prior sólo puede conminarle el papa, que quizá tampoco esté por la labor. Bastaría que Bergoglio dijera una simple frase, como, por ejemplo, que en los países mandan las leyes y no los catecismos, para que el prior diera el permiso para que sacaran a Franco de su mausoleo.

Mientras tal cosa no suceda, el prior tiene la ley de su lado, a menos que se cambie. Él tiene la autoridad sobre las tumbas de José Antonio Primo de Rivera y de Francisco Franco, en virtud de un decreto de 1957 firmado por el propio dictador. En el Valle, la Fundación que se creó aquel año, tiene como objeto “rogar a Dios por las almas de los muertos en la Cruzada Nacional, impetrar las bendiciones del Altísimo para España y laborar por el conocimiento e implantación de la paz entre los hombres, sobre la base de la justicia social cristiana”.

A pesar de la insistencia con que los afectos a la dictadura han defendido que el Valle era un monumento a la reconciliación, la patraña no se constata en el más mínimo hecho. Fue construido por presos republicanos, levantado como monumento obvio y apabullante de la victoria del dictador, y aún esta misma semana seguía siendo destino de peregrinación de la ultraderecha.

Como yo resulto ser un “nieto de caído”, puedo certificar lo bien que se cerraron las heridas para mi familia después de la Guerra. En el pueblo manchego de mi abuelo estuvo siempre la cruz de piedra en la que se podía leer su nombre. Naturalmente, no era el caso de los muertos del bando republicano, para los que no había monumento alguno. Yo no conocí a mi abuelo –que era solo un próspero comerciante de pueblo sin filiación política alguna– y mi madre tampoco, porque “los rojos” lo mataron por capitalista cuando ella sólo tenía dos años. Pero el régimen premió su sacrificio, dándole a mi abuela una concesión de lotería en Toledo y a mi madre una matrícula en el muy exclusivo colegio de las Doncellas Nobles de esa misma ciudad.

Con el paso del tiempo descubrí que tenía algunos amigos cuyos abuelos murieron en el otro bando, y que, por supuesto, no tuvieron ninguno de esos privilegios: ni monumentos, ni loterías, ni colegios para hijas de caídos. No es de extrañar, pues, que los hijos y los nietos de los vencedores de aquella guerra civil den por cerradas las heridas, y los nietos y los hijos de los perdedores declaren que aun están abiertas.

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Cuando parecía que por fin podía culminar uno de los más importantes hitos de la simbología de la verdadera reconciliación, que consiste en sacar al dictador de su faraónica tumba, va el prior y le planta cara al Estado mismo. Al Congreso de los Diputados, a los tribunales de Justicia; incluso a la Conferencia Episcopal española a la que no se debe.

Basta mirar en internet cualquiera de las conferencias o entrevistas de fray Santiago Cantera –hay unas cuantas– para entender cuál es el problema. El muy erudito y resabiado eclesiástico es un defensor a ultranza de las esencias del nacionalcatolicismo más rancio. A pesar de su juventud y de su austera presencia, fray Santiago se cree llamado por Dios para guardar el espíritu de la Cruzada Nacional.

Y por increíbles giros de la burocracia, vericuetos de la legislación y una vergonzosa dejadez de los sucesivos gobiernos de la democracia, nadie puede de momento desarticular su épica misión. De manera que lo que podría haberse hecho de un día para otro, sin ruido ni escándalo, de haberlo autorizado el joven fraile, se está complicando innecesariamente. El prior, como buen cruzado, no se rinde ante el infiel. Ha consagrado su vida por Dios y por España. Escúchenle y verán qué cuajo tiene.

Fray Santiago se prodiga en conferencias y mesas redondas sobre órdenes religiosas medievales. Exhibe un conocimiento enciclopédico de santos, reyes y señores feudales y congregaciones religiosas. Isabel la Católica es para él una sierva de Dios, y si habla de América Latina, enfatiza que debe llamarse “Hispanoamérica o Iberoamérica, que no Latinoamérica”. Ha escrito incluso un libro (Hispania - Spania, el nacimiento de España) que sitúa el nacimiento de nuestra identidad nacional en el reino de los visigodos en Toledo. Para Santiago Cantera Montenegro, Dios –el suyo, por supuesto– y patria –la que nace en Toledo y empieza a morir con el Generalísimo– son una misma cosa.

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