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Contra la quema de libros

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Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua y escritor, Premio Cervantes, tiene 79 años y sube con resignada dificultad las escaleras que unen el histórico salón de actos del Ateneo de Madrid, con la bellísima biblioteca, ambos de finales del siglo XIX. Es todo un símbolo para nosotros acogerle en este lugar, escenario de los debates más libres y vibrantes de nuestra historia reciente. Con el paréntesis infame de la Dictadura, cuando los aparatos de la represión franquista entraron y se dedicaron, precisamente, a purgar fichas de socios inconvenientes y textos, legajos y materiales inadecuados para la ortodoxia falangista.

El Ateneo también sufrió la "quema de libros", como Sergio, que ahora tiene su última novela secuestrada y anda él mismo exiliado, porque pesa sobre él una orden de arresto por "conspiración para cometer menoscabo a la integridad nacional" y "actos que fomentan e incitan al odio y la violencia". Escribir, para sus enemigos, incita al odio. A Daniel Ortega, con quien el propio Ramírez hizo la revolución sandinista, no le ha gustado su última novela, Tongolele no sabía bailar, inspirada en la corrupción del propio Gobierno nicaragüense. Resulta que por segunda vez en su vida, la primera perseguido por Somoza y ésta por Ortega, el escritor tiene que abandonar su país para que no le encierren.

A los sátrapas en general les disgustan las letras libres, y por eso, desde la Biblioteca de Alejandría hasta hoy mismo, la destrucción de la palabra escrita, quemándola, prohibiéndola, censurándola, secuestrándola, es práctica habitual entre ellos.

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Es casi natural que lo hagan, porque los dictadores y los sumos sacerdotes saben que en el control del lenguaje está el dominio del mundo. El verbo, la palabra, es el mismo Dios en la tradición bíblica. Dios crea a través de la palabra. Esa misma fuerza del lenguaje está presente en muchos otros mitos religiosos. De modo que suprimiendo las palabras hostiles se trata de suprimir la realidad misma. Se crean así índices de libros prohibidos, aunque ahora es algo más complicado, porque los lectores (nos lo cuenta Sergio) eluden la censura y el secuestro pasándose el texto por WhatsApp. No escapan así de la maldición del dictador, sin embargo, porque un régimen que prohíbe la difusión está marcando también como enemigos de la patria a los propios lectores, haciéndoles sospechosos.

El bibliotecario Richard Ovenden, en un ensayo histórico que es también un elogio de los archivos y de las bibliotecas, titulado precisamente Quemar libros, dice que hay algo que une a todos cuantos desde la Antigüedad han cuidado de ellos. Pueden variar los sistemas de ordenación del material y los principios de su clasificación, pero, dice, "lo que sobrevive es más un conjunto de valores: el valor de que el conocimiento implica poder, que el afán por reunirlo y conservarlo es una tarea valiosa y que su pérdida puede ser una temprana señal de advertencia de una civilización en decadencia".

Aun en la triste circunstancia de su exilio y persecución, compartimos este viernes en el Ateneo, con Sergio Ramírez y decenas de sus amigos, nuestra celebración de la libertad y nuestra defensa del pensamiento y las expresiones más libres.

Sergio Ramírez, ex vicepresidente de Nicaragua y escritor, Premio Cervantes, tiene 79 años y sube con resignada dificultad las escaleras que unen el histórico salón de actos del Ateneo de Madrid, con la bellísima biblioteca, ambos de finales del siglo XIX. Es todo un símbolo para nosotros acogerle en este lugar, escenario de los debates más libres y vibrantes de nuestra historia reciente. Con el paréntesis infame de la Dictadura, cuando los aparatos de la represión franquista entraron y se dedicaron, precisamente, a purgar fichas de socios inconvenientes y textos, legajos y materiales inadecuados para la ortodoxia falangista.

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