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Como suspendas te mato…

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Ayer mismo amenacé de muerte a mi hija Daniela, que tenía hoy examen de matemáticas, hablé con un amigo sobre un portentoso artículo que vi en un sex shop, y creo que incluso en un momento dado me cagué en mi madre.

Hasta donde sé, mi teléfono no está pichado por la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil. Tampoco tengo la desgracia de que mis opiniones privadas sean objeto de la atención de la prensa. Pero si tanto la UCO como algún periodista con ojeriza quisieran poner su atención sobre mí y tuvieran acceso a mis conversaciones cotidianas, es seguro que no aguantaría un escrutinio exigente de mis amistades, de mi familia o de mis compañeros de trabajo. ¿Quién de nosotros lo soportaría?

Por eso, cuando un juez ordena grabaciones o seguimientos secretos de cualquier tipo, en la búsqueda de delitos, el Juzgado tiene la obligación de separar el grano de la paja. Debe expurgar la información para dejar en el sumario únicamente aquello que es relevante a los efectos de lo investigado. Si tus conversaciones son legales y no afectan en nada al interés público (tal como lo describe la jurisprudencia) ni son parte integrante de un sumario público, deberías tener derecho a que se mantuvieran en la intimidad. La Constitución y la Ley de protección del honor y la intimidad así lo establecen.

No me cae nada bien Ignacio González, el expresidente de Madrid que acaba de salir de prisión y que está imputado en casos de corrupción. Si ha cometido delitos, como parece, que se le juzgue y pague por ellos. Pero incluso el mismísimo demonio tiene ciertos derechos. Suficiente tiene ya el acusado con defenderse en los tribunales ordinarios y con aguantar como pueda la cobertura que hagan de sus presuntas fechorías los medios de comunicación.

Pero una verdadera Justicia tiene que ser proporcionada. Si le han tenido que pinchar el teléfono, que extraigan de las conversaciones lo relevante al caso y que lo usen el fiscal y el juez para juzgarle. Y que se publique si está en un sumario. Todo lo demás, sus opiniones sobre Aznar o sobre el papa, pueden resultar morbosamente interesantes, pero él, por muy corrupto que sea fuera, tiene derecho a hablar en privado como le venga en gana. Lo dice la ley y deberíamos respetarlo. Aunque perdamos en el camino cuota de audiencia.

Igual digo de las filtraciones de cuentas en paraísos fiscales. Esos 13 millones y medio de archivos –los Paradise Paperssustraídos ilegalmente a dos despachos dedicados a facilitarle la vida a los ricos. Hemos sabido con ellos dónde está el último dólar que Julio Iglesias tenía hace treinta años en Panamá. O el último euro que Trías mantiene en otro paraíso de una vieja empresa familiar offshore.

Pero resulta que es perfectamente legal –aunque no sea ético– tener una cuenta en Panamá o en Malta, como es perfectamente legal vivir unos meses y empadronarte en Pamplona antes de morir para que tus hijos no paguen el impuesto de sucesiones que sí se paga íntegro en Cáceres. Es naturalmente legal también poner a parir a un tercero en una conversación tabernaria. Y sí, incluso aunque seas un cantante internacional, la ley ampara tu derecho a la intimidad, también sobre dónde tienes tus cuentas, mientras no cometas delito.

El problema de esas filtraciones para las víctimas de sus revelaciones es que las exponen al veredicto impulsivo y caprichoso de la opinión pública. Allá donde los tribunales ordinarios presumen la inocencia, el tribunal de la opinión pública presume la culpa. Si los tribunales de Justicia requieren tiempo, demasiado tiempo, la opinión pública te somete a una sentencia inmediata. La larga memoria de los sumarios contrasta con el déficit de atención de la prensa, que tan pronto te juzga como te olvida luego, aunque seas declarado inocente. Si los juzgados exigen pruebas, a los periodistas y los opinantes les puede bastar con indicios. Si ante el juez el acusado tiene derecho a una defensa, ante la publicación de una información tienes en principio pocas posibilidades de réplica inmediata. Sólo con mucha capacidad de influencia, que usualmente viene acompañada de buena cantidad de dinero, podrás defenderte de lo que se diga de ti. Y aun así sudarás sangre.

Sé que lo popular es decir que me parece fatal que Julio Iglesias tribute en un paraíso, o que Ignacio González se fastidie y aguante, porque es un presunto corrupto. Ambas cosas son ciertas. No me gustan los paraísos fiscales y no soy cliente de ninguno (aunque no descartaría irme a morir a Navarra para ahorrarles a los niños unos cuantos euros). Y me repugna la corrupción como a la mayoría.

Pero creo que una sociedad madura y verdaderamente democrática debe garantizar ciertas libertades –la de información, por supuesto, pero también el derecho a la intimidad– o estaremos cediendo espacio a quienes de manera unilateral y a menudo a través de prácticas ilegales, se erigen en profetas de la limpieza y justicieros sobrevenidos. Dios nos libre de ellos.

Ayer mismo amenacé de muerte a mi hija Daniela, que tenía hoy examen de matemáticas, hablé con un amigo sobre un portentoso artículo que vi en un sex shop, y creo que incluso en un momento dado me cagué en mi madre.

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