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División interna: manual rápido de reacción

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Para evitar la división interna, evita que te vaya mal. Es una obviedad, pero se olvida con frecuencia. Las protestas, las divisiones y los cuestionamientos sobre el liderazgo llegan cuando las cosas no van bien. Cuando hay recursos que repartir –poder orgánico, dinero, puestos de trabajo, reputación…– los aliados no pelean. Hay una correlación fuerte y directa entre el grado de cohesión interna de una organización y su bonanza. Los pasajeros pelean por los botes salvavidas cuando el barco se hunde, no cuando navega plácidamente. Es improbable, por ejemplo, que nadie en el PSOE, o en Ciudadanos, se atreva ahora a plantar cara, al menos públicamente, a sus respectivos líderes, porque en ambos partidos cunde la sensación de que las cosas van razonablemente bien para sus intereses electorales o políticos.

Los motivos de la división interna en los partidos no suelen ser ideológicos. La ideología puede producir tensiones retóricas, debates enconados y votaciones dramáticas, pero no enfrentamientos fratricidas. La división en los partidos políticos es resultado casi siempre de las batallas personales, que tienen más que ver con el sentimiento de pandilla que de proyecto ideológico compartido.

Las divisiones internas dan paso casi siempre a dos corrientes. Los guerristas contra los felipistas. Los halcones aznaristas frente a las palomas marianistas. Y, si la cosa es como parece, los de Errejón contra los de Pablo. En realidad, no hay diferencias ideológicas insalvables entre ninguno de los dos polos de esas parejas. Son tribus que se forman en torno a un jefe. Sí, siempre hay uno más duro y otro más blando. Uno más radical y otro moderado. Pero lo fundamental suele ser la persona que lidera y no tanto lo que defiende en términos programáticos.

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Las purgas sólo acrecientan la división. A menos que el grupo rebelde sea realmente pequeño, la reacción virulenta del grupo dominante sólo produce más encono y más cabreo en el adversario. Si el grupo rebelde ve que puede ser laminado y tiene cierta fuerza para plantar cara, lo hará. Por pura supervivencia de sus miembros.

La condescendencia sólo acrecienta la posibilidad de rebelión. Una cosa es purgar, y otra, también inconveniente, meter al adversario dentro. Por eso, las “ejecutivas de integración”, o la alimentación del “debate interno”, etc., no suelen dar resultado. Quien quiere dominar un grupo debe dominar su dirección. Es muy difícil que los críticos arrimen el hombro para mayor gloria de sus adversarios. Se rebelarán en cuanto puedan.

Los problemas vienen de dentro. No tiene sentido acusar a los extraños. Los documentos críticos los filtran los propios miembros rebeldes de la organización, que tienen acceso a ellos. Las conversaciones off the record con la prensa, criticando a los líderes de la otra facción, vienen de la facción contraria. La victimización que culpa a los enemigos externos de las cosas que pasan dentro no suele tener ninguna credibilidad entre la población. La gente simplemente piensa: “Esta gente debe resolver ella misma sus problemas internos. Echar la culpa a terceros es infantil”.

Para evitar la división interna, evita que te vaya mal. Es una obviedad, pero se olvida con frecuencia. Las protestas, las divisiones y los cuestionamientos sobre el liderazgo llegan cuando las cosas no van bien. Cuando hay recursos que repartir –poder orgánico, dinero, puestos de trabajo, reputación…– los aliados no pelean. Hay una correlación fuerte y directa entre el grado de cohesión interna de una organización y su bonanza. Los pasajeros pelean por los botes salvavidas cuando el barco se hunde, no cuando navega plácidamente. Es improbable, por ejemplo, que nadie en el PSOE, o en Ciudadanos, se atreva ahora a plantar cara, al menos públicamente, a sus respectivos líderes, porque en ambos partidos cunde la sensación de que las cosas van razonablemente bien para sus intereses electorales o políticos.

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