Recuerdo haber leído la trilogía Verdes Valles; colinas rojas en estado de fascinación, no tenía entonces referencias de su autor, de hecho compré el primer volumen por una cierta querencia por los temas de mi tierra, y era evidente que aquel título y aquella portada algo tenían que ver con el País Vasco, me indujo a ojearlo en la librería y me topé con esa frase “creo que la madre se va a morir” con la que comienza la que considero una de las cumbres de la novela europea del siglo XX.
Leí el primer volumen, y el segundo, y el tercero, de Verdes Valles;colinas rojas, según iban saliendo, arrastrada por la potencia de un relato que, esa es la marca de la gran novela, te sumerge en la corriente caótica de la vida pero con la ventaja, cortesía del autor, de tener a mano el hilo que hilvana ese caos.
Ramiro Pinilla, a quien descubrí con 83 años, ha sido –qué extraño tener que usar ya el tiempo pasado para referirme a él– un escritor extraordinario, fuera de lo corriente y de las corrientes.
No es un autor difícil ni oscuro, lo cual no quiere decir que sea sencillo; no pretendía experimentar, innovar el lenguaje o ser vanguardista, en realidad creo que ni siquiera le ha preocupado ser moderno; lo suyo ha sido contar, ordenar el marasmo de la vida y narrarlo. Y ha ido a su bola. Al margen de modas y círculos literarios. Su potencia creativa se ha nutrido siempre de los materiales de la realidad y de una inagotable y asombrosa capacidad de fabular. En una ocasión, me dijo “ no me interesa la fantasía sino la imaginación”; la imaginación para conocer y contar la realidad no para sortearla, maquillarla o evadirse de ella.
Nada falta y nada sobra en la escritura de Ramiro Pinilla, trabajada, cincelada a medida de la historia, nunca por encima de ella. Pero no es un escritor realista. El mundo que creó para contar el mundo, desborda los márgenes de lo real y puede incluir toda una mitología inventada, tan válida y tan inventada como la otra, la del mito oficial y reconocido. De hecho sus personajes tienen el aliento trágico de los héroes griegos, aunque no es al destino fijado por los dioses a lo que se enfrentan sino a la resistencia indiferente de la vida frente a los anhelos, las aspiraciones, la voluntad del ser humano.
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Casi toda la obra de Ramiro Pinilla se mueve en torno a un mismo mundo: Guetxo, un lugar real, que existe y hasta sale de vez en cuando en los telediarios, pero que es también el mundo creado, imaginado por el autor para contar el mundo; no solo el mundo vasco, aunque sea en un rincón concreto y por tanto reconocible del País Vasco donde todo ocurre, sino el mundo, el lugar donde los seres humanos “existen” y los seres humanos siempre existen en un lugar concreto.
La huella de Faulkner, de quien Pinilla se reclamó siempre, está presente en la estructura narrativa, las voces de los personajes que se cuentan a sí mismos y cuentan la historia, y en el carácter de “naturaleza” de estos personajes. En Pinilla la naturaleza no es paisaje no es aquello que nos rodea, no es donde estamos, es “lo que somos”. Pese a la variedad de argumentos, a la asombrosa capacidad de inventiva que desplegó en sus relatos, creo que Ramiro Pinilla, con tozudez de artista, ha estado escribiendo siempre sobre el mismo tema: la condición humana. Y que esa es una de las claves de la fuerza y la originalidad de su obra. Lo que nos conmueve y arrastra a través de sus páginas. Como nos arrastra la vida. ----------------------------------------------------------------
Teresa Aranguren es periodista
Recuerdo haber leído la trilogía Verdes Valles; colinas rojas en estado de fascinación, no tenía entonces referencias de su autor, de hecho compré el primer volumen por una cierta querencia por los temas de mi tierra, y era evidente que aquel título y aquella portada algo tenían que ver con el País Vasco, me indujo a ojearlo en la librería y me topé con esa frase “creo que la madre se va a morir” con la que comienza la que considero una de las cumbres de la novela europea del siglo XX.