Se acumulan los informes que dan testimonio de cómo la democracia va perdiendo terreno en el mundo. Cada vez menos personas viven en regímenes que merezcan tal nombre y aun entre los que formalmente sí lo son, surgen dudas más que razonables. Por si esto fuera poco, cuando se pregunta si la democracia sigue siendo un bien supremo a defender, el mejor de los regímenes, o algo prioritario, las respuestas de los más jóvenes aterran. El politólogo Oriol Bartomeus, autor del interesante ensayo El peso del tiempo: Relato del relevo generacional en España (Debate), publicaba hace unos días esta imagen más que inquietante. Puestos a elegir entre vivir en un país gobernado democráticamente pero que no garantiza un nivel de vida adecuado, o en uno donde se garantiza ese nivel de vida pero no es democrático del todo, esta segunda opción gana adeptos conforme más jóvenes son los entrevistados.
Asistimos a un descrédito de la democracia ante nuestros ojos mientras intentamos entender cómo es posible que Trump pueda volver a ganar unas elecciones, que Putin pueda no perder la guerra en Ucrania o que Israel pueda cometer un genocidio ante un Occidente noqueado aunque cómplice. En medio de la cotidiana pelea sin cuartel en que se ha convertido la actualidad política española, impacta comprobar que, por debajo de la rebatiña en torno a la amnistía a los independentistas catalanes, el Tribunal Supremo está elaborando jurisprudencia que, de facto, podrá tipificar como terrorismo casi cualquier protesta política o social activa que no encaje bien en el imaginario conservador. Mientras, se va instalando la idea de que el próximo 9 de junio la ultraderecha tendrá un enorme respaldo en las elecciones europeas y podrá dibujar una Europa que se devorará a sí misma.
Se nos olvida que el futuro no está escrito y que obviar la capacidad que tenemos de empujar la Historia hacia uno u otro lugar es una irresponsabilidad que desvela una enorme pereza intelectual
Como si de una maldición divina se tratara, asumimos que los desafíos del momento, y de forma especial la crisis climática y la revolución tecnológica, acabarán por minar las democracias y darán más alas a todo tipo de populismos, en especial a los de ultraderecha. Se nos olvida que el futuro no está escrito y que obviar la capacidad que tenemos de empujar la Historia hacia uno u otro lugar es una irresponsabilidad que desvela una enorme pereza intelectual.
Por eso, además de observar cómo la democracia cae en el descrédito y culpar de ello a las fuerzas más reaccionarias, es imprescindible preguntarse qué se ha hecho mal y qué pasos se deben dar. Entre los Koldos de cada momento, la guerra sin cuartel contra la amnistía y los bulos que salen a la luz 20 años después de aquel 11M, se nos olvida pensar la democracia que queremos.
Esta semana se ha presentado el último libro del ex-ministro Jordi Sevilla, Manifiesto por una democracia radical (Deusto). En él, además de un completo diagnóstico y más de una propuesta polémica, lanza una idea que merece toda la atención: Una democracia atractiva. En efecto, se nos ha olvidado hacer de la democracia algo atractivo. En especial para los más jóvenes, aquellos que ya nacieron en ella, la democracia ha dejado de ser algo por lo que pelear. Se ha convertido en el telón de fondo de una obra de teatro no muy agradable, salpicada de mentiras, escándalos, medias verdades y un creciente descontento económico. El guión, el futuro apocalíptico y colapsista; los actores, quienes se dedican a la política institucional, denostados y desprestigiados. ¿Quién quiere seguir viendo esta obra? ¿Quién desea vivir así?
Sin quitarle un instante la atención a todo lo que haya que denunciar, es posible que hoy el pensamiento crítico tenga más sentido en poner en valor lo que las democracias nos dan, y pensar cómo hacerlas atractivas, que en seguir profundizando en una espiral de lamentos.
Se acumulan los informes que dan testimonio de cómo la democracia va perdiendo terreno en el mundo. Cada vez menos personas viven en regímenes que merezcan tal nombre y aun entre los que formalmente sí lo son, surgen dudas más que razonables. Por si esto fuera poco, cuando se pregunta si la democracia sigue siendo un bien supremo a defender, el mejor de los regímenes, o algo prioritario, las respuestas de los más jóvenes aterran. El politólogo Oriol Bartomeus, autor del interesante ensayo El peso del tiempo: Relato del relevo generacional en España (Debate), publicaba hace unos días esta imagen más que inquietante. Puestos a elegir entre vivir en un país gobernado democráticamente pero que no garantiza un nivel de vida adecuado, o en uno donde se garantiza ese nivel de vida pero no es democrático del todo, esta segunda opción gana adeptos conforme más jóvenes son los entrevistados.