No creo que sea necesario gastar más tiempo ni espacio en criticar la pésima gestión que el Gobierno español ha hecho de las últimas conversaciones con los partidos independentistas en Cataluña. Sin gestión alguna (o casi) entre los suyos ni los posibles aliados, sin haber tejido la imprescindible red de apoyos que debe sostener un proceso de diálogo, cayó como una bomba esa figura que en unos casos era relator, en otros mediador, y en casi todos un objeto político no identificado. Dicho lo cual, y viendo el tsunami de reacciones que todo esto ha generado tanto en personas destacadas del PSOE como en la carrera de las derechas por dividir a España recurriendo a un tono y un lenguaje guerracivilista, se impone alguna que otra reflexión de luces largas.
El modelo de organización territorial de España es hoy motivo de conflicto. No solo en Cataluña, aunque ahí se esté viviendo con mayor virulencia. En este caso se produce una tensión sostenida dentro del pueblo catalán y entre buena parte de él y el resto de España. Es un conflicto de naturaleza indudablemente política que únicamente se resolverá mediante la adecuada gestión política.
Sería todo un ejercicio de honestidad intelectual que hoy, en lugar de rasgarse las vestiduras, todo aquél que ha tenido un puesto de responsabilidad política y le ha tocado lidiar con un problema de esta o muchísima menor dimensión, admitiese que contó con la asistencia discreta e incluso anónima de personas que intervinieron en la concreción de una salida acordada para acercar posturas, limar desconfianzas, ayudar a crear un clima que propiciara un acercamiento, etc. La mayoría de las veces, en el más absoluto secreto. Otras, a sabiendas de que se sabía pero sin detalles. Cuando esto se hace públicamente, con una metodología clara y unas reglas del juego consensuadas, recibe nombres como el de negociación, mediación o arbitrio, entre otros. Procesos que tienen unas reglas del juego y que necesitan de unas condiciones de partida.
Con los años hemos sabido que no ha habido gobierno de la democracia en España que no haya hablado, con más o menos éxito, con ETA. Hace año y medio conocimos que el lehendakari Urkullu y otros líderes políticos mantenían conversaciones para intentar acercar posturas entre el entonces Gobierno de Rajoy y los independentistas catalanes. La mañana de aquel nefasto 27 de octubre de 2017 muchos conteníamos la respiración ansiando que los mensajes entre los que intentaban facilitar el acuerdo y los que estaban a punto de escenificar una surrealista declaración de no independencia llegaran a buen puerto. No fue así y eso acabó por confirmar el estallido de una de las mayores crisis políticas en la España de los últimos 40 años. Ojalá ese día, y esas semanas previas, hubiera habido más mediadores, facilitadores, negociadores, relatores o lo que hubiera sido necesario.
Entonces no fue posible y ahora, obviamente, tampoco. Por la pésima gestión que el Gobierno ha hecho de ello y por la cerrazón de los lideres independentistas, de acuerdo. Pero, ¿sólo por eso? Si coincidimos en diagnosticar el problema como un desafío político, y apostamos por resolverlo desde tal ámbito, el diálogo será la única solución. Diálogo que necesariamente tendrá que pasar por espacios informales, encuentros discretos, figuras que puedan transitar de un lado a otro y estén dispuestas a ello, y ojalá, por la cristalización de todo ello en dinámicas públicas que ayuden a entender el proceso antes de llegar a las instituciones, espacio donde finalmente se tomarán las decisiones.
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Se ha dicho por activa y por pasiva por parte de líderes políticos que estas conversaciones se han de dar en el Parlamento. Por supuesto, pero para llegar allí hay que crear las condiciones, y como bien saben los que más han usado este argumento, eso exige de un trabajo previo de contactos, acercamientos y dilución de desconfianzas que difícilmente se hace delante de una cámara. ¿O acaso es más sólida una democracia por despreciar procesos de diálogo para resolver los conflictos políticos? Es larga la lista de quienes lo han hecho en el mundo y la conclusión es que no sólo no se debilitan las instituciones, sino que se fortalece la convivencia. Y con ella, la democracia.
¿Qué haría falta para poder llegar a un momento así? Muchas cosas, pero al menos, estas tres: Una derecha dispuesta a hacer política y por tanto a solucionar los problemas, líderes políticos con altura de miras para poner las luces largas, y una sociedad dispuesta a arropar y dar incentivos a aquellos partidos que opten por la búsqueda dialogada de soluciones frente a los que viven cómodamente instalados en el “cuanto peor, mejor”.
El relator o relatora, mediador o mediadora, negociador o negociadora, facilitador o facilitadora, llegará, porque de lo contrario el problema se recrudecerá. Lo importante es que cuando se acerque, aquellos que están encantados de sacar tajada del conflicto —de uno y otro lado, por supuesto—, no encuentren eco a sus insultos. Y eso depende de todos nosotros y nosotras. En mayo tendremos una, o varias, ocasiones de demostrarlo.
No creo que sea necesario gastar más tiempo ni espacio en criticar la pésima gestión que el Gobierno español ha hecho de las últimas conversaciones con los partidos independentistas en Cataluña. Sin gestión alguna (o casi) entre los suyos ni los posibles aliados, sin haber tejido la imprescindible red de apoyos que debe sostener un proceso de diálogo, cayó como una bomba esa figura que en unos casos era relator, en otros mediador, y en casi todos un objeto político no identificado. Dicho lo cual, y viendo el tsunami de reacciones que todo esto ha generado tanto en personas destacadas del PSOE como en la carrera de las derechas por dividir a España recurriendo a un tono y un lenguaje guerracivilista, se impone alguna que otra reflexión de luces largas.