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Expresiones de frustración

Cristina Monge nueva.

El discurso de Ana Iris Simón es uno de los muchos que en los últimos tiempos provocan la indignación de unos y desconciertan a otros. Su cuestionamiento de criterios de la agenda progresista que se consideran asumidos por el conjunto de la sociedad se sitúa en la línea de lo expresado por Daniel Bernabé en La trampa de la diversidad primero y La distancia del presente después, y en cierta medida con muchas de las cuestiones que plantea Sergio del Molino en su reciente Contra la España vacía.

Más allá de la opinión que puedan merecer las críticas que este tipo de discursos hacen a lo políticamente correcto, todos ellos coinciden en expresar –de forma explícita o no– frustraciones múltiples que devienen de promesas incumplidas, perversas, o con contraindicaciones sobrevenidas. Al igual que sucede en el debate sobre el populismo, además de la posición de cada cual al respecto, conviene preguntarse por qué se ha llegado hasta este punto. ¿Por qué Ana Iris Simón, una joven formada, añora la vida tranquila de un ama de casa en lugar de alabar el ideal liberador feminista? ¿Por qué dice Daniel Bernabé que la atención a las diversidades ha orillado el factor de clase y que los jóvenes han asumido la idea de precariedad a consecuencia –entre otros– de estos fallos de la izquierda? ¿Por qué Sergio del Molino escribe Contra la España vacía, desnudando muchas de las idealizaciones que de su anterior libro se han ido construyendo?

Esteban Hernández defiende en este artículo de El Confidencial que la derecha, aunque líquida en lo económico, ha sacado partido de valores fuertes como la patria, la familia o la religión, capaces de proporcionar la sensación de seguridad que la sociedad necesita en tiempos de incertidumbre. La izquierda, por el contrario, según Hernández, se ha instalado en "valores líquidos" a la par que hace de aguafiestas y acostumbra a abroncar a todo aquel que no sigue los rectos patrones que imponen sus nobilísimas intenciones. Probablemente algo de esto hay, pero a todas las frustraciones expresadas subyace un aspecto fundamental: la falta de anclaje de esos valores progresistas en las condiciones materiales de vida.

La fortuna sonríe a los audaces

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Unos ejemplos: clama al cielo articular discursos moralistas contra quienes no reciclan, prescinden de la agricultura ecológica y siguen contaminando día a día con su diésel, cuando no hay contenedores de reciclaje cerca de casa, cuando un kilo de tomate ecológico duplica el precio de uno que no lo es, y cuando el diésel es el único coche que muchas personas pueden pagar y que necesitan en el día a día ante la ausencia de transporte público o de otras alternativas. Tampoco parece pertinente dibujar en el horizonte un ideal feminista si este supone duplicar la jornada de trabajo para muchas mujeres, incrementar las dificultades para –quien quiera– fundar una familia, o vivir perseguida por la sombra permanente de la insatisfacción.

La cuestión ya no es tanto si los valores líquidos o postmateriales son más o menos acertados, legítimos o convenientes, sino que, de no hacerse viables en su materialización, provocan frustración. Si estoy en lo cierto, la tarea más urgente que tiene la izquierda ante sí no es pelear contra estas expresiones de frustración, despreciarlas desde su superioridad moral –relean de vez en cuando a Sánchez Cuenca en su Superioridad moral de la izquierda–, o cuestionar valores que son centrales en una visión progresista. La tarea más urgente de la izquierda es pasar de las musas al teatro, dejar de ver el mundo en términos de renuncias y empezar a observarlo en clave de oportunidad.

Dice Margaret Atwood que las utopías volverán porque "tenemos que imaginar cómo salvar el mundo", y, efectivamente, sin utopías no hay progreso posible. El reto está en que al pasar de la utopía a los hechos, éstos sigan siendo deseables.

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