Hace unos meses ya dejé constancia en esta columna de que el término “guerra cultural” no era sino el cliché reaccionario que escondía una batalla política e ideológica de primer nivel. Entonces aludía a la prohibición de una obra de Virginia Woolf en el municipio de Valdemorillo, gobernado por PP y Vox, y a la censura de la película Buzz Lightyear en Santa Cruz de Bezana, también gobernada por la derecha y la extrema derecha, por una escena de un beso entre dos mujeres. La derecha actual, superados ya los disimulos y precauciones de años atrás, vuelve a considerar la cultura un ámbito casi exclusivo de la izquierda y como tal, la combate. De forma más cruda y descarada por parte de Vox, pero con un PP que no se queda atrás.
Hace unas semanas se conocía la destitución de Joan Perez Pont, gerente del Consorci de Museos de la Generalitat valenciana y director del Centro de Cultura Contemporánea del Carmen en la ciudad de Valencia. Se trata de un profesional seleccionado mediante un concurso, internacionalmente reconocido por su labor al frente del citado CCCC, donde consiguió, entre otras cosas, incrementar un 90% las visitas a las exposiciones y actividades programadas por dicho centro y convertir al Carme en centro de referencia cultural más allá de Valencia. Al preguntarle por los motivos de su cese, el propio Pérez Pont señaló en esta entrevista que así se había puesto de manifiesto la voluntad de los responsables políticos “de interferir en los contenidos que se programan en las instituciones culturales”. Elemental, en la Comunidad Valenciana la cultura ha quedado a cargo de un torero, al que no hay que presuponerle ignorancia pero tampoco conocimiento.
Incapaces de entender el valor del pensamiento, de la cultura, de la innovación, la pluralidad y la existencia de espacios que son de todos, la guerra contra la cultura es hoy para la derecha española una batalla fundamental
Hace unos días saltaba la noticia de que el festival Periferias de Huesca, símbolo de pluralidad, diversidad y vanguardias culturales, reconocido en toda Europa y tras 23 años de éxitos, acabaría sus días por exigencia de Vox como condición para aprobar los presupuestos municipales. Los populares no se han resistido, aunque su alcaldesa había reconocido poco antes el interés de Periferias y su positivo impacto en la ciudad. Si ya consintieron en iniciar el 20N –¡qué fecha tan especial!–la tramitación para derogar la Ley aragonesa de Memoria Democrática, por qué se iban a escandalizar con esto.
Mientras tal cosa ocurría en Huesca, la Comunidad de Madrid decidía dejar, por primera vez en 25 años, sin subvención al Ateneo de Madrid, uno de los principales centros de la vida cultural madrileña caracterizado por acoger eventos de toda índole, dando voz al conjunto de manifestaciones culturales de las más diversas tendencias ideológicas. Por las informaciones publicadas no hay argumentos técnicos que justifiquen la decisión, pero sí cierta animadversión a la figura de su presidente, Luis Arroyo, reconocido progresista que ha revitalizado la vida del Ateneo en los últimos años.
Probablemente haya más casos como estos que han pasado desapercibidos, pero con solo estos tres hay razones para pensar que la derecha sabe que la cultura es un campo que, al menos en España, y al menos desde los tiempos de la Ilustración, no le ha sido propicio. Le resulta incómodo porque es un foco de pluralismo, crítica e incluso transgresión. La novedad de estos tiempos es que ya no oculta esa hostilidad. Si en los ochenta y noventa del siglo pasado prefería ignorar estos espacios por miedo a quedar en evidencia si los atacaba, hoy se descara arremetiendo contra ellos como contra cualquier ámbito que no controla. Su reacción, la cancelación. Su excusa, que se trata de “chiringuitos” que consumen enormes cantidades de dinero público, un argumento que se desmonta solo: 120.000 euros, Periferias; 150.000, la subvención al Ateneo. Da igual que algunos intelectuales conservadores hayan formado parte de estas programaciones o participen activamente de algunas de estas actividades, como hicieron Savater y Sánchez-Dragó en Periferias, o que la institución tenga entre sus socios a todos los expresidentes del Gobierno, como es el caso del Ateneo. Incapaces de entender el valor del pensamiento, de la cultura, de la innovación, la pluralidad y la existencia de espacios que son de todos, la guerra contra la cultura es hoy para la derecha española una batalla fundamental.
Hace unos meses ya dejé constancia en esta columna de que el término “guerra cultural” no era sino el cliché reaccionario que escondía una batalla política e ideológica de primer nivel. Entonces aludía a la prohibición de una obra de Virginia Woolf en el municipio de Valdemorillo, gobernado por PP y Vox, y a la censura de la película Buzz Lightyear en Santa Cruz de Bezana, también gobernada por la derecha y la extrema derecha, por una escena de un beso entre dos mujeres. La derecha actual, superados ya los disimulos y precauciones de años atrás, vuelve a considerar la cultura un ámbito casi exclusivo de la izquierda y como tal, la combate. De forma más cruda y descarada por parte de Vox, pero con un PP que no se queda atrás.