Todavía me debato entre dedicar estas líneas al hit parade de la temporada, a las previsiones del Banco de España de recuperar unos míseros 14.275 de los 54.353 millones de euros del rescate público a la banca –de los que hasta la fecha tan sólo han retornado 3.873–, o al BOE que ha anunciado esta semana el acuerdo que hace un año el Gobierno español firmó con Arabia Saudí por el que declara secretas todas sus relaciones militares. Ambos casos son ejemplo de "vergüenza democrática", como diría la vice.
Mi duda tiene que ver con uno de los buenos propósitos de este inicio de curso: intentar no caer en las trampas para elefantes que muy a menudo nos brinda la actualidad. Y es que creo que esa es la mejor imagen para definir el escenario –el marco, en expresión de Lakoff– que se ha creado con este procés. Y nótese que hablo de este procés, y no de otros.
La forma como se ha gestionado y como ha explosionado el asunto catalán es un magnífico ejemplo de esa Transición en la que andamos metidos –y que da título a esta columna–, y además, hoy se celebra una Diada especial, por lo que me parece obligado entrar en el tema, aún a riesgo de contribuir a su hartazgo.
El soberanismo catalán que defiende el derecho a decidir ronda, según las fuentes, entre el 70 y el 80% del electorado. Razones históricas, sociológicas y sobre todo, democráticas deberían llevar en buena lógica a alcanzar acuerdos que permitieran el ejercicio de ese derecho con las garantías necesarias. Y no me refiero sólo a las jurídicas –que también–, sino a todo un conjunto de desarrollos sociales en los que debería basarse un periodo constituyente, que es lo que subyace al discurso de una parte de los independentistas.
Las imágenes que estos días ha dejado la bronca del Parlament distan mucho de esta realidad: ni amplias mayorías, ni procesos de deliberación, ni las garantías necesarias, por no hablar de un buen número de preguntas sin responder que hacen que la que probablemente sea, hasta la fecha, la mayor impugnación al sistema constitucional, haya perdido credibilidad por ambas posiciones. Porque si desde Cataluña no se aclaran cuestiones básicas del supuesto nuevo funcionamiento de la República catalana, menos creíbles son las amenazas que el Gobierno del PP ha ido lanzando todo el verano. ¿Suspender el FLA, dejar a las farmacias catalanas desabastecidas...? En el fondo, nada de todo esto es creíble, y quizá por eso la ciudadanía ve la posible desconexión catalana como el 17º de los problemas del país, según el CIS de julio.
Como decía aquél, la realidad no sé si existe, pero insiste, así que, sea o no creíble, e independientemente de lo que acabe pasando el 1 de octubre, nos encontramos ante un desafío que no sorprende a nadie, salvo a los que hacen aspavientos para legitimar posiciones inmovilistas, obviando la historia y negando las evidencias, en un juego estético que a buen seguro les brindará fantásticos réditos electorales en el resto del territorio. Si a alguien le apetece refrescar la memoria, recomiendo echar un ojo a este artículo del profesor Jaime Pastor, en el que encontrará un claro análisis de la historia del conflicto.
No obstante, como decía al principio, haré lo posible para no caer en la trampa para elefantes que nos han tendido. Por eso creo más edificante trabajar en posibles soluciones que en seguir agravando el problema, e ir echando un vistazo a experiencias relativamente similares que han tenido lugar en otras partes del planeta y que, si bien no pueden calcarse, sí pueden utilizarse como guías y aprender de sus enseñanzas. Me refiero a los siempre nombrados ejemplos de Canadá y Escocia.
Las tensiones de Quebec con Canadá tienen profundas raíces históricas, y una larga gestión política que llevó a la convocatoria de dos referéndums, en 1980 y 1995, con la consabida victoria del "no" a la independencia. Unos años más tarde, en 1998, la Corte suprema entró en juego ante una consulta del Gobierno canadiense en la que preguntaba si sería legal la secesión unilateral. El Tribunal contestó negando esta posibilidad desde el punto de vista del derecho canadiense e internacional, pero añadió que debía entenderse que los principios que rigen el orden canadiense obligaban a las partes en conflicto a sentarse a dialogar y que, en última instancia, dependería del reconocimiento internacional. Es decir, la Corte estaba señalando lo obvio: que un proceso de estas características no puede solventarse en los tribunales, sino en escenarios políticos. La ley de claridad canadiense no está exenta de polémicas, como describen Guénette y Gagnon, pero al menos señala un camino que ojalá hubiéramos empezado a recorrer hace años.
Al otro lado del Atlántico, en Escocia, el referéndum del año 2014 se celebró también previo acuerdo con el Reino Unido. En él se fijaba la fecha –antes de fin de 2014–, la pregunta –que debía ser clara, comprensible, etc.–, el censo, la financiación de la campaña, el rol de la BBC, etc. Como es conocido, ganó el "no" también en este caso, pero Escocia adquirió mayores cuotas de autogobierno, y ahora vuelve a plantearse su futuro tras el Brexit.
Ver másHay soluciones. Faltan líderes
No existen fórmulas mágicas ni sencillas para los problemas complejos, pero este lo lleva siendo mucho tiempo y hemos ido viendo cómo se pudría. No creo que se equivoquen mucho los que afirman que de aquél recurso al Constitucional del 2010 vino el 9-N y vendrá el 1-O. Y no será porque no haya caminos, sino porque no se quieren transitar. Como recuerda el profesor Pastor en su libro, Los nacionalismos, el estado español y la izquierda, ‘la sentencia del Tribunal Constitucional del 25 de marzo de 2014 sobre la Declaración del Parlament antes mencionada ha venido a ofrecer una posible salida al conflicto en el plano jurídico con su llamamiento al diálogo para abordar los problemas ‘derivados de la voluntad de una parte del Estado de alterar su estatus jurídico’, reconociendo que el derecho a decidir ‘expresa una aspiración política susceptible de ser defendida en el marco de la Constitución”.
El inmovilismo del Gobierno español sólo se explica porque a las derechas todo esto les da réditos día a día. No así a la izquierda, que anda caminando en el alambre temerosa de que el más mínimo golpe de aire –en forma de suspensiones del Constitucional, de órdenes de la Fiscalía a los Mossos, o de saber hasta dónde llegará Rajoy–, le desestabilice.
Eso, o sale de la trampa para elefantes en la que está metida y crea un marco diferente, que no tiene nada que ver con la equidistancia, sino con la construcción de una alternativa propia digna de tal nombre e impregnada hasta la médula de valores progresistas. Mientras tanto, es imprescindible permanecer atentos y denunciar acciones que poco tienen que ver con la pretendida defensa de la democracia, como los registros en las imprentas o en las redacciones de medios de comunicación, que nos retrotraen a un pasado siniestro no tan lejano.
Todavía me debato entre dedicar estas líneas al hit parade de la temporada, a las previsiones del Banco de España de recuperar unos míseros 14.275 de los 54.353 millones de euros del rescate público a la banca –de los que hasta la fecha tan sólo han retornado 3.873–, o al BOE que ha anunciado esta semana el acuerdo que hace un año el Gobierno español firmó con Arabia Saudí por el que declara secretas todas sus relaciones militares. Ambos casos son ejemplo de "vergüenza democrática", como diría la vice.