Con la responsabilidad individual no basta

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Un debate recorre la pandemia desde sus inicios. ¿Hay que apelar a la responsabilidad individual para que se cumplan las recomendaciones sanitarias, o necesitamos normas muy concretas que regulen los comportamientos? El debate en sí mismo empieza un tanto viciado, dado que en la pandemia, como en cualquier otra cosa que tenga que ver con la convivencia, la responsabilidad individual es imprescindible. La pregunta más bien sería si es una condición suficiente o si hace falta algo más estricto e imperativo. Para contestarla conviene adentrarse en el fenómeno en sí y entender cómo funciona.

Empezaré por recordar lo obvio: Los ahora vivos no hemos afrontado nunca una situación similar. De ahí la dificultad a la hora de calibrar su gravedad y ser conscientes de las consecuencias que pueden tener algunos comportamientos. Sobre todo si, al mismo tiempo, hay que ir modificando la percepción conforme la pandemia avanza y evoluciona. Las curvas hoy bajan, mañana suben; los territorios que en un momento parecía que la tenían controlada de repente se descontrolan, y viceversa... Ante esta situación se busca guía y orientación en los responsables públicos, a quienes en estos momentos miramos como a los auxiliares de vuelo del avión cuando empiezan las turbulencias: si vemos que sonríen, nos relajamos; si les notamos apurados, el pánico se extiende. Por eso cuando se nos dijo en Navidad que se permitían encuentros de 10, 6 o X personas; que los centros comerciales estarían abiertos hasta cierta hora; o que siempre que firmases una declaración podías ir a celebrar las fiestas con tus familiares a otra provincia, en realidad lo que se estaba entendiendo por una parte importante de la población es que era preciso tener cuidado y evitar los desmadres... pero que, bueno, había que “salvar la Navidad”. La azafata te dice que te abroches el cinturón, pero sigue sonriendo y ella misma ni siquiera toma precaución alguna. Si además todo ello coincide con lo que quieres ver y oír, miel sobre hojuelas. No hay más que echar un vistazo a las curvas y comprobar con pavor lo que ha pasado en España y en otros países.

Evolución de los casos diarios notificados por países.

El hecho de dejar un margen de discrecionalidad acaba entendiéndose por la opinión pública como un “no será para tanto”, y negarse a la posibilidad de arbitrar todas las medidas como está pasando ahora con la ampliación del horario del toque de queda u otros instrumentos, redunda en lo mismo. De poco valen las cifras ni las gráficas para la inmensa mayoría ante una percepción creada a partir de una narrativa errónea; sobre todo si además confirma lo que se quiere escuchar. Basta con pasearse a mediodía por cualquier zona de bares de muchas ciudades para comprobarlo.

Esta suerte de disonancia cognitiva se ve reforzada por la fuerza de los hechos. A lo que dicen los responsables públicos, hay que unir lo que hacen. Si el metro, el cercanías o el autobús está abarrotado de gente; si en terrazas y bares las mesas se amontonan sin que nadie multe; si se permiten aglomeraciones en centros comerciales para “salvar la Navidad”... ¿De verdad se está transmitiendo un mensaje acorde, coherente y proporcionado con la gravedad de la situación? Solo ha faltado que autoridades civiles y militares se hayan saltado los protocolos de vacunación y recomendaciones como evitar aglomeraciones, acudir a locales de restauración cerrados o celebrar eventos, tirando por la borda todo principio de elemental ejemplaridad.

Sólo faltaría una crisis de corrupción

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Por otro lado, las pandemias tienen la peculiaridad de que, aunque la inmensa mayoría entienda su gravedad, conozca las normas y las cumpla, con que haya una ínfima minoría que haga lo contrario el mal estará hecho para el conjunto. Llevamos meses observando, encuesta tras encuesta, cómo buena parte de la población española respalda las medidas que se van adoptando e incluso reclama que se endurezcan. Esto no quiere decir que se encierren en casa –recordemos que las autoridades les dicen que pueden acudir a los centros comerciales o a tomar una caña en la terraza–, pero es que, además, siempre hay un pequeño porcentaje que hace lo contrario. Y todo se va al traste.

El debate entre la bolsa y la vida es falso. Si no hay vida no habrá bolsa, como se está comprobando. Hagamos las cuentas. ¿Qué sale mejor: alargar la agonía de contagios para mantener a esa parte de la hostelería que aún sobrevive con respiración asistida, o cerrar a cal y canto un periodo de tiempo determinado e indemnizar convenientemente? Y quien dice hostelería, dice otros muchos sectores.

Mientras no existan normas claras que regulen los comportamientos individuales con el consiguiente régimen de sanciones aparejado, se seguirá transmitiendo un mensaje poco coherente con la gravedad de la situación. Si además, sin mayor explicación, se niegan medidas más duras, entonces se produce una especie de mágico desconcierto y cada cual entiende lo que quiere.

Un debate recorre la pandemia desde sus inicios. ¿Hay que apelar a la responsabilidad individual para que se cumplan las recomendaciones sanitarias, o necesitamos normas muy concretas que regulen los comportamientos? El debate en sí mismo empieza un tanto viciado, dado que en la pandemia, como en cualquier otra cosa que tenga que ver con la convivencia, la responsabilidad individual es imprescindible. La pregunta más bien sería si es una condición suficiente o si hace falta algo más estricto e imperativo. Para contestarla conviene adentrarse en el fenómeno en sí y entender cómo funciona.

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