La convivencia supone una reunión de intereses entretejidos. Dependemos de los demás tanto como los demás dependen de nosotros. Hay situaciones que evidencian este compromiso y resulta fácil comprender que la suerte individual es una experiencia compartida en el destino común. Pero otras veces se olvida que el error ajeno es un asunto propio. Cuando este olvido se hace costumbre desembocamos en el cinismo, la indiferencia, el rencor y la pérdida de ilusiones. El naufragio del otro llega entonces a provocarnos una momentánea y poco fértil alegría. Pero tiramos piedras sobre nuestro tejado.
Admitimos como evidencia que el error ajeno nos afecta cuando sufrimos un accidente. La equivocación de un maquinista o los fallos de seguridad en una vía pueden costarnos la vida. En sentido contrario, también un ciudadano aislado puede amargarle la existencia a un maquinista o a todos los viajeros de un tren si decide abandonarse a la desesperación y colocar la cabeza en la vía para despedirse del mundo.
En otras situaciones cuesta más reconocer que el bien común supone una dependencia. Si vamos a ver una película y nos defrauda, es normal que salgamos del cine con mala opinión de los actores, el guionista o el director. Menos frecuente es que nos planteemos la responsabilidad de una mala elección. Y mucho menos frecuente vivir el cine como una pasión íntima hasta el punto de considerar los errores del guionista, la actriz o el director como un asunto propio. Si nuestra felicidad depende de una buena película, resulta una desgracia que alguien se equivoque. Disfrutar con el fracaso ajeno parece una perversión de nuestras alegrías, un modo de tirar piedras sobre nuestro tejado.
El arte ofrece consuelos y envenenamientos. Nos consolamos al buscar películas nuevas que nos den una alegría o al ver una vez más las viejas películas que nos hicieron felices. Nos envenenamos al obsesionarnos en la desgracia ajena disfrutando del fracaso del autor al que hemos tomado manía. Hay críticos literarios y cinematográficos que pierden su capacidad de admiración, es decir, la raíz de su vocación, al entretenerse más con el error que con el acierto. Entran a una casa y salen de ella con el descubrimiento de que funciona mal la cisterna. No han tenido tiempo de mirar la biblioteca, los cuadros o el paisaje que se disfruta desde la ventana.
Perder la capacidad de admiración conduce a la infelicidad y nos hace olvidar que el error ajeno es asunto propio. La capacidad de crítica, fundamental para una convivencia libre con aspiraciones de mejora, se pervierte cuando nos produce alegría el mal de los otros. El veneno destructivo acaba siendo una forma de autodestrucción. Podemos llegar a afirmar que la poesía, la novela, el cine, el teatro, la pintura de de hoy están muy mal. Pero no conviene olvidar que eso es una desgracia propia, una catástrofe personal para el lector o el espectador que somos.
No hago estas consideraciones por rencor a mis enemigos como poeta. Tengo muy buenos amigos y maestros, pero confieso que mis enemigos me han enseñado más sobre lo que quiero y no quiero ser. Les estoy agradecido. Si escribo este artículo sobre el error ajeno como asunto propio es porque me preocupa que la ruindad se convierta en la norma para abordar los problemas públicos. Me preocupa, por ejemplo, no ya el descrédito de la política española, sino el modo alegre y ensañado con el que muchas personas hablan de ese descrédito. Desprecian a los políticos, los insultan, los maltratan, destacan con rencor o con risas sus equivocaciones, pero lo hacen como si se tratase de un asunto ajeno, de un mal que no afectara a nuestras vidas. Desde los que defienden la abstención como castigo hasta los que afirman que van a votar con los dedos en la nariz para evitar el mal olor, parecen olvidar que la descomposición de nuestra política es algo más que un problema de nuestros políticos. Los errores ajenos son también en este caso, y más que en ningún otro, un asunto que nos importa a cada uno de nosotros.
El ciudadano que renuncia a la política es como el lector que se aleja de los libros por culpa de una mala novela o el espectador que deja de ir al cine porque le ha tomado manía a un director. El rencor que sentimos puede acabar con nosotros, borrarnos como ciudadanos, si no encontramos una forma adecuada de respuesta. La crítica a un libro de poemas sólo es saludable si se hace por amor a la poesía. Lo mismo ocurre con la política. Por eso no conviene olvidar que los errores ajenos son un asunto propio.
La convivencia supone una reunión de intereses entretejidos. Dependemos de los demás tanto como los demás dependen de nosotros. Hay situaciones que evidencian este compromiso y resulta fácil comprender que la suerte individual es una experiencia compartida en el destino común. Pero otras veces se olvida que el error ajeno es un asunto propio. Cuando este olvido se hace costumbre desembocamos en el cinismo, la indiferencia, el rencor y la pérdida de ilusiones. El naufragio del otro llega entonces a provocarnos una momentánea y poco fértil alegría. Pero tiramos piedras sobre nuestro tejado.