Mirar a un chimpancé a los ojos es mirarse en un espejo. Hemos tardado una eternidad en darnos cuenta. Estos grandes simios tienen cultura propia, sienten empatía, guardan duelo cuando un compañero querido muere, son creativos y usan decenas de herramientas. Son nuestros parientes más cercanos; la evolución nos separó hace tan solo 6 millones de años. Con ellos compartimos el 98% del genoma. Son precisamente estas similitudes biológicas las que los hacen valiosos para la investigación médica, pero a la vez someterlos a tal padecimiento supone un mayor dilema moral.
Hace un mes entraba en vigor en Estados Unidos la normativa que dificulta sobremanera la experimentación con chimpancés. El Servicio de Pesca y Vida Salvaje clasificaba esta especie como en peligro. Desde ese momento sólo se autorizan investigaciones que beneficien a la especie en estado salvaje. Es ilegal vender tejido, líneas celulares o sangre de chimpancé. Para realizar cualquier trabajo científico invasivo con estos animales hay que solicitar un permiso especial.
Nadie ha solicitado ese permiso. Todas las investigaciones biomédicas con grandes simios están paralizadas. Los estudios que estaban en marcha –comprobaban la eficacia de un antiviral contra la hepatitis B y fármacos contra el sida– han terminado precipitadamente. Los estudios sobre procesos cognitivos y conductuales con estos simios, también están congelados, reinventando sus objetivos para que se ajusten a la nueva norma.
Esta parálisis no solo tiene que ver con la burocracia. Hay miedo entre los científicos a la reacción de los grupos radicales de defensa animal. Nadie quiere ser el primero en solicitar un permiso por no llamar su atención. No quieren sufrir su acoso ni el saboteo de sus investigaciones.
En Europa hace ya diez años que los dos centros que usaban chimpancés para experimentar dejaron de hacerlo. Así que los grupos animalistas han subido el siguiente escalón y azuzan a los científicos que usan macacos. Los hay que han tirado la toalla. En España está prohibido experimentar con chimpancés desde 2013. No supuso un gran cambio puesto que aquí no se hacían experimentos biomédicos con ellos. La prohibición tampoco fue una iniciativa propia, tan solo se traspuso la directiva europea.
¿Qué perdemos si no experimentamos con chimpancés? Nada. Son contados los casos en los que el valor científico y médico derivado compense el coste moral.
No son tan buenos modelos biológicos como se creía. Los son para estudiar la hepatitis y poco más. El ejemplo definitivo de su poca utilidad sucedió a finales de los ochenta en Estados Unidos. Un equipo de científicos inoculó VIH a casi 200 chimpancés para investigar en busca de claves con las que combatir la epidemia de sida. En contra de sus previsiones los chimpancés no desarrollaron la enfermedad. Los años corrían y los chimpancés pasaban una vida miserable encerrados en un laboratorio. Durante 13 años esperaron, pero no padecieron la enfermedad. Fue un fracaso científico y moral. Nadie salió beneficiado por la tortura de los chimpancés.
A raíz de este episodio, en 2000 el presidente Bill Clinton firmó una ley que estableció una pensión vitalicia para los chimpancés que fueran sometidos a investigaciones biomédicas. Gracias a ello, son retirados a santuarios, donde comparten espacio con compañeros que proceden de circos, estrellas publicitarias y mascotas mal avenidas.
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Allí los expertos en comportamiento primate tratan de recuperar lo irrecuperable. Los chimpancés sometidos a estudios biomédicos arrastran trastornos mentales tras una vida de aislamiento en un laboratorio bajo un férreo control. La depresión se apodera de estos seres y el estrés postraumático no les abandona hasta el fin de sus días.
La pesadilla para los chimpancés puede regresar en cualquier momento. La sociedad occidental guarda un as en la manga. La prohibición se levantará si impide hacer avances significativos en estudios de dolencias que suponen una amenaza grave para la vida humana. En Estados Unidos hay reservados unos 50 ejemplares para este fin.
Ahora los occidentales podemos sumergirnos en la profunda mirada de este gran simio y pensarnos algo dignos. Al menos hasta que de un puñetazo rompamos una vez más el espejo en mil pedazos.
Mirar a un chimpancé a los ojos es mirarse en un espejo. Hemos tardado una eternidad en darnos cuenta. Estos grandes simios tienen cultura propia, sienten empatía, guardan duelo cuando un compañero querido muere, son creativos y usan decenas de herramientas. Son nuestros parientes más cercanos; la evolución nos separó hace tan solo 6 millones de años. Con ellos compartimos el 98% del genoma. Son precisamente estas similitudes biológicas las que los hacen valiosos para la investigación médica, pero a la vez someterlos a tal padecimiento supone un mayor dilema moral.