Me produce una tristeza íntima la deriva que ha tomado la búsqueda de los restos de Federico García Lorca. Duele la perversión mediática de una causa noble.
Como es difícil para mí explicar este sentimiento, recurro a un caso de actualidad: la tristeza sentida al ver cómo el marido de Teresa Romero, la enfermera contagiada de ébola, convirtió la enfermedad de su mujer y el sacrificio de su perro en un caso mediático para sacar dinero con procedimientos propios de la telebasura. La solidaridad con Teresa Romero y el enojo contra la prepotencia del consejero de Sanidad fueron la consecuencia de toda una historia de dignidad. La lucha de la Marea Blanca contra el desmantelamiento de la sanidad pública de Madrid ha estado protagonizada por cientos de profesionales con vocación muy alta de servicio a la comunidad. Que el matrimonio afectado mercantilice el asunto es una falta de respeto a las víctimas del ébola, a los misioneros muertos y a la sanidad española. La telebasura nos está convirtiendo en una sociedad demasiado zafia.
Es la misma tristeza que siento ante la deriva del caso García Lorca. Olvidados de su literatura, hay medios que sólo hablan de él cuando se descubre un novio nuevo o se desata una curiosidad macabra sobre la fosa. Claro que reconozco la importancia de la memoria histórica y del esclarecimiento de la ejecución o el asesinato del poeta. Desde mi adolescencia granadina, he visitado los barrancos entre Víznar y Alfacar como un territorio sagrado. Merecen mucho respeto los más de 1.000 republicanos ajusticiados allí por culpa del golpe militar de 1936. Pero cuidado, porque hay causas nobles que se pervierten…
El historiador Miguel Caballero, responsable de las últimas investigaciones sobre la fosa, es autor de un libro confuso, Las trece últimas horas en la vida de García Lorca. Continuando las pesquisas del escritor falangista Eduardo Molina Fajardo, localiza con certeza el lugar de la ejecución del poeta y los máximos responsables del crimen. Caballero aporta además datos valiosos sobre las rencillas familiares y las antiguas disputas entre terratenientes de la Vega de Granada. Estas disputas alimentaron deseos de venganza contra el poeta y su padre. Es de agradecer su investigación.
Pero el libro entra en una deriva peligrosa cuando el historiador quiere dar protagonismo a su tesis a costa de negar la importancia política de un suceso tan significativo en la Guerra Civil. Insiste en la cantinela de que “García Lorca no fue nunca un personaje político”, afirma que “la apropiación que hicieron de su figura los partidos de izquierda desde el momento de su asesinato fue una apropiación indebida” y se enorgullece en descubrir “los motivos que dieron lugar” a un asesinato “perpetrado por elementos cercanos y familiares”.
Afirmar que Lorca no era político porque no perteneció a ningún partido es desconocer el significado de su obra literaria y su repercusión en la España del primer tercio del siglo XX. El mismo historiador se contradice a la hora de hablar de la amistad del poeta con Fernando de los Ríos o de las repercusiones que tuvo el Romance de la Guardia Civil española. Se podrían añadir muchos más argumentos en su obra, sus entrevistas y su compromiso con el Frente Popular. Pero los razonamientos del historiador se dejan llevar por el amarillismo, fuerza argumentos insostenibles sobre las implicaciones familiares de La casa de Bernarda Alba y olvida que esos Roldán de los que habla, además de parientes lejanos de Lorca, eran unos fascistas participantes en un golpe de Estado contra la República. Y se olvida que entre las más de 5.000 víctimas granadinas hubo muchas que estuvieron menos comprometidas políticamente que Federico García Lorca.
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La memoria del poeta ha defendido durante años a todas las víctimas enterradas en los barrancos de Víznar y Alfacar. Lorca es uno más entre los muertos. Hay serios motivos para sospechar que aquellos terrenos se convertirán en un lugar apropiado para urbanizaciones de lujo y especulaciones cuando los restos del poeta se lleven a otro lugar. Hace unos años se quiso construir allí un campo de fútbol.
En las condiciones legales actuales, si aparecen los huesos de Lorca tendrán que ser conducidos a una tumba familiar o al cementerio más cercano. Por eso es muy sensata en este caso la propuesta de la familia García Lorca: que se declare la zona como cementerio y que, localizados los huesos, se queden allí, convirtiendo el terreno en un espacio protegido, un lugar de memoria histórica en honor de todas las víctimas de la Guerra. Bastará una intervención austera, un delicado memorial, para que el lugar conserve la emoción de su valor histórico.
Separar la muerte de Lorca del significado político es una manipulación. Tanto como separar sus restos de las demás víctimas anónimas. Y es una perversión derivar hacia el amarillismo las importantes investigaciones que se han dado en el campo de la memoria. Ese no es el camino de la verdad, la justicia y la reparación.
Me produce una tristeza íntima la deriva que ha tomado la búsqueda de los restos de Federico García Lorca. Duele la perversión mediática de una causa noble.