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La frontera mata

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A cincuenta metros de profundidad, envuelta en azules de agua y sujeta entre estructuras blancas de metal de lo que fue un barco, la muerte ejerce un señorío que duele sin necesidad de mostrarse. Sabemos que ahí abajo hay decenas, centenares de cuerpos de seres humanos como nosotros, aunque sus últimos recorridos vitales fueran mucho más desesperados.

La guardia costera italiana nos muestra algunos de los supervivientes envueltos en mantas térmicas. Han salvado a unos 150 de más de 500. Se habían embarcado en Libia y casi todos eran de Somalia y Eritrea, de ese mundo en guerra del que aquí sólo nos acordamos cuando alguien nos secuestra un barco o nos llegan lejanos ecos de hambrunas.

Y más en estos tiempos, que bastante tenemos con lo nuestro.

Lo nuestro, sí, lo de la crisis y el paro atroz, la sentencia de Malaya, lo de Bárcenas y los eres, los temblores de tierra o el optimismo del Gobierno. Las cosas y los casos que de verdad nos importan, porque están cerca, porque afectan a nuestro universo interior o próximo. Lo de puertas adentro, vamos.

Cuando las cosas van mal tendemos a cerrarnos sobre lo nuestro, a proteger lo que tenemos por miedo a que también eso nos sea arrebatado. Marcamos territorio y levantamos muros, y van echando raíces los nacionalismos que marginan y rompen no las patrias, sino a las personas.

Pero si nosotros estamos mal hay quien está aún peor, y en su desesperación no sólo se acerca a nuestros muros y fronteras, sino que se arroja sobre ellos aunque el precio a pagar por un éxito impreciso y un futuro desconocido sea la muerte.

Y entonces nos lamentamos, y debatimos, y hasta nos culpamos y tratamos de lavar nuestra conciencia con campañas solidarias que duran lo que dura el latigazo de lástima por esa pobre gente. Luego, como seguimos teniendo miedo, regresamos a la rutina de protección y muros, de salvaguarda de lo nuestro frente a lo extraño, lo extranjero, lo de fuera. Hasta que muere de hambre un polaco en Sevilla o se ahogan niños y mujeres del Africa hambrienta frente a nuestras playas. Otra vuelta de rueda, y cuando pase la conmoción, regreso a lo mismo, hasta el próximo accidente, la próxima tragedia, la nueva campana que llame a la conciencia solidaria.

Pero hay que romper el círculo, y podemos hacerlo.

Primero, tomando conciencia de que ni los muros ni las fronteras protegen más que aíslan; después, aprendiendo que quienes llaman a nuestra puerta son exactamente igual que nosotros, pero con mucha menos fortuna: sienten, viven, aman u odian, y aspiran a su felicidad y la de sus hijos; y por último, actuando con determinación y en nuestro entorno posible para que en la acción de nuestras instituciones, desde nuestro ayuntamiento hasta los organismos internacionales, empresas y ONG se empiece a considerar que cooperar no es dar limosna, que invertir no es explotar, y que para propiciar cambios hay que dar oportunidades.

No hay que trazar ni cerrar fronteras, sino abrirlas; no hay que mirar al diferente desde arriba, sino trabajar como iguales.

De esa forma, algún día, puede que no nos avergüencen espantos como el de Lampedusa, porque consigamos evitar que la desesperación de los olvidados les lleve a buscar la muerte en la frontera. Porque la frontera, natural o artificial, da lo mismo, está desde hace tiempo cosechando tanta sangre e indignidad que cualquier día de estos alguien titula un dolorido texto periodístico con algo tan incómodo como, “La frontera mata”

A cincuenta metros de profundidad, envuelta en azules de agua y sujeta entre estructuras blancas de metal de lo que fue un barco, la muerte ejerce un señorío que duele sin necesidad de mostrarse. Sabemos que ahí abajo hay decenas, centenares de cuerpos de seres humanos como nosotros, aunque sus últimos recorridos vitales fueran mucho más desesperados.

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