... Que da malas noticias

Admiro y compadezco a las personas a las que les toca el difícil papel de dar malas noticias a otras personas: un diagnóstico médico sin esperanza, la notificación de un fallecimiento inesperado a unos familiares… Estos trances me encogen el alma —incluso en la ficción— y siempre se me escapa en voz alta mi incapacidad manifiesta: “yo no podría”.

Claro, lo que mola es dar buenas noticias. Decirle a alguien que las pruebas médicas han salido estupendas, que su hijo ha vuelto a nacer en ese accidente terrible porque solo ha sufrido daños el coche, que es la persona seleccionada para ese puesto al que optó… Eso sí da gusto, es un gustazo.

Y si siempre se agradecen la sonrisa y la calidez, en el segundo de los casos importa menos, porque toda la carga de la ilusión está en la buena noticia, y si te la da un sieso no pasa nada, la felicidad siempre supera a la antipatía por goleada. Sin embargo, cuando se trata de comunicar lo que va a provocar dolor en quien escucha, la compasión y la delicadeza, aunque no logren restar dramatismo, sí suman humanidad. 

Le contó María Escario a José Luis Sastre, el primer día del año, primero también de su nueva vida de jubilada, que fue en un primer día de vacaciones, mientras extendía la toalla en la playa, cuando su jefe de informativos le comunicó, por teléfono, que dejaba de presentar el Telediario. Y ella no se lamentaba de la decisión, aunque fuera un revés profesional, sino de la ausencia de “formas”

Entre las personas que asumen el mal trago de comunicar algo doloroso mirando a los ojos de la persona que tienen en frente y los que se hacen un escapismo, hay una diferencia de estatura profesional, pero sobre todo de talla moral y de calidad humana

Reducir a una llamada telefónica algo importante, que el día anterior podía haberle dicho mirándole a los ojos —esos ojos a través de los cuales tantos de nosotros hemos visto el deporte y muchas otras noticias durante décadas— fue… improcedente, diría yo. Añadía María que la notificación no fue acompañada de explicación alguna, es lo que se conoce en términos informativos como “dar un breve”. Un alarde de claridad y concisión: “María, que no sigues”. Chimpún.

Esto de no mirar a la cara en las despedidas laborales es un clásico. Hay jefes que ni siquiera te llaman, no vayan a gastar batería en tratarte con respeto… Si para contratarte te invitaron a comer, después de un porrón de años de curro envían a un esbirro a marcar tu número para darte la mala nueva y no los ves más… Les falta decirte como Antony Blake: “Y recuerden, todo lo que han visto ha sido producto de su imaginación”. 

En el universo de los despidos hay ejemplos de bajeza y crueldad como para llenar catálogos. A un amigo mío le pidieron que formara a una nueva compañera y cuando ya le había transmitido todos sus conocimientos, le contaron la verdad, que ella era su sustituta y lo largaron. Chimpún.

Entre las personas que asumen el mal trago de comunicar algo doloroso mirando a los ojos de la persona que tienen en frente y los que se hacen un escapismo, hay una diferencia de estatura profesional, pero sobre todo de talla moral y de calidad humana. Es la diferencia que marca el respeto por el otro, ese que muestras solo si eres alguien respetable…

A María Escario le deseo una nueva etapa vital llena de júbilo y aprovecho para repetirle en público lo que le dije un día en la sala de maquillaje de RTVE: “Ha sido un placer tenerte en el salón de mi casa tantos días de mi vida”.

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