Tras décadas diseñando proyectos para manipular el clima para paliar el cambio climático, la geoingeniería está en un punto muerto. Hay miedo a experimentar a gran escala, por las imprevisibles consecuencias. También hay recelo por si la ingeniería climática se convierte en un atajo fácil que libre a los países de su compromiso de frenar las emisiones de gases de efecto invernadero.
En Europa estuvimos muy cerca de llevar a cabo un interesante experimento para enfriar la tierra mediante nubes artificiales. El proyecto SPICE consistía en bombear agua en la atmósfera, a un kilómetro de la superficie terrestre, con una manguera situada en un globo. Luego, este ascendería hasta la estratosfera, a 20 kilómetros de altura, y allí lanzaría partículas de sulfato. Las nubes artificiales reflejarían la radiación que llega desde el sol y la devolvería al espacio. El experimento está inspirado en las consecuencias registradas tras la erupción del volcán Pinatubo (Filipinas), en junio de 1991. Escupió 20 toneladas de sulfatos a la atmósfera, lo que provocó una disminución de la temperatura global de medio grado centígrado durante 18 meses.
Habría sido la primera vez que se llevaba a cabo uno de estos experimentos a escala más o menos grande y la información derivada habría sido valiosa. Pero fue suspendido. Pocos días después del anuncio del experimento, en el British Science Festival a finales de septiembre de 2011, las críticas llovieron sobre los investigadores y las entidades que financian el proyecto.
Recibieron una carta firmada por más de 50 ONG y ciudadanos dirigida al por entonces secretario británico de energía y cambio climático, Chris Huhne, que pedía que el proyecto fuera suspendido. Decidieron posponerlo. Meses más tarde, ya en 2012, fue suspendido por problemas con la patente del aparato que habría transportado y dispersado las partículas en la estratosfera. La realidad subyacente es que se canceló por falta de reglas sólidas, de una arquitectura gubernamental para llevar a cabo este tipo de experimentos en Gran Bretaña. Allí, y en el mundo entero.
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Desde entonces pocos ecos resuenan entre los combatientes del cambio del clima a través de geoingeniería. Qué pasó con esos los árboles artificiales. Esas estructuras alargadas y verticales que prometían filtrar el aire y capturar el dióxido de carbono. El prototipo, de unos cuatro metros, podía retener muchísimo más CO2 que un árbol del mismo tamaño. La idea era plantar 100.000 árboles repartidos en diferentes ciudades a lo largo de 10 ó 20 años. Y así, en 100 años eliminarían el exceso de CO2 del planeta. Qué fue de los barcos que bajarían la temperatura de los océanos en zonas bien concretas con el fin de evitar huracanes. Querían fletar 1.900 barcos en un plazo de 25 años. Qué sucedió con la fertilización del mar a gran escala para multiplicar el florecimiento del fitoplancton que absorbe CO2.
Hasta que no se defina un marco legislativo y ético en base al cuál llevar a cabo los experimentos, parece que la geoingeniería se ha quedado limitada a su uso ya tradicional en agricultura. Con avionetas se inyecta yoduro de plata a nubes cargadas de agua pero sin capacidad para dejarla caer. Este compuesto químico ayuda a que descarguen el agua. No siempre funciona, pero lo suficiente para refrescar las tierras azotadas por la sequía.
El método se inventó hace tiempo, en la década de los cuarenta. Todo iba bien hasta que Estados Unidos sembró de nubes el cielo de Laos durante décadas en la guerra de Vietnam para dificultar las labores logísticas de su enemigo. Fue entonces cuando la geoingeniería pasó de ser un sueño idealista a teñirse de connotaciones malévolas de cara a la ciudadanía. Ahora, en tiempos de internet, falsas conspiraciones sobre supuestas fumigaciones con avionetas para intoxicarnos inundan la red. Una percepción desquiciada que parece haber tumbado uno de los inventos más esperanzadores de la historia de la ciencia.
Tras décadas diseñando proyectos para manipular el clima para paliar el cambio climático, la geoingeniería está en un punto muerto. Hay miedo a experimentar a gran escala, por las imprevisibles consecuencias. También hay recelo por si la ingeniería climática se convierte en un atajo fácil que libre a los países de su compromiso de frenar las emisiones de gases de efecto invernadero.