¿Gran papa o gran actor?

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El sábado pasado Pablo Ordaz, en El País, comenzaba su crónica sobre el encuentro del papa con la prensa acreditada en el Vaticano, con un par de frases interesantes. “O la Iglesia ha elegido un gran Papa –decía– o Hollywood se ha perdido un grandísimo actor. De esos que, aunque el guion sea pésimo y la trama inverosímil, terminan poniéndole al personal un nudo en la garganta.”

¿Y si Francisco fuera las dos cosas? Nada impide que un “gran papa” sea también “un grandísimo actor”. Es más, para ser un gran papa, un gran primer ministro, un gran líder social, religioso o político, hay que ser también un gran actor. “Los líderes necesitan ser actores”, nos dice Andrew Roberts en Hitler y Churchill, los secretos del liderazgo, una vibrante comparación del empeño que ambos líderes europeos ponían en seducir al público con la palabra y los gestos.

Hay una cierta tendencia a identificar la comunicación política cercana, frugal, campechana y amable con la espontaneidad. Y al contrario: la comunicación grandilocuente, tradicional o protocolaria, sería prefabricada, impostada, artificiosa. Así, cuando Benedicto XVI decide sacar del baúl los viejos ropajes tradicionales del papado, mantener intacta la liturgia y el protocolo, o desplazarse en el papamóvil Mercedes blindado, sus gestos se ven premeditados y forzados. Y cuando Francisco decide cambiar el anillo de oro por el de plata, saltarse el protocolo para besar a un parapléjico, seguir calzando sus viejos zapatos negros o eliminar el blindaje (y la marca alemana) de su vehículo, la gente interpreta que el papa ha ganado naturalidad y es un hombre espontáneo.

No es así: de oro o plata, el material con que se hace el anillo es de la elección del líder de los católicos y de su equipo. Con aspecto de berlina de lujo o de barato todoterreno, el papamóvil hay que prepararlo igual. Los 140 espacios de Twitter hay que llenarlos con un máximo de 140 caracteres, con un lenguaje minuciosamente cuidado si no se quiere uno suicidar en público. El liderazgo es interpretación. Aunque sea la interpretación de un relato de cercanía y espontaneidad. No improvisa más Juan Tamariz que David Copperfield.

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Eso no es malo, en absoluto. Salvando el inmenso abismo moral que les separaba, Martin Luther King o Mahatma Gandhi sabían tan bien como Hitler qué poderosos podían ser sus gestos, sus palabras o sus imágenes. Bajo la aparente espontaneidad de King o de Gandhi había una calculada puesta en escena. Ambos lo llamaban “tensión creativa”: mantener el drama de la resistencia no violenta de los débiles frente a los poderosos, de David frente a Goliat, para promover un clímax narrativo que finalmente fuera también un clímax social y político.

Por supuesto, no hay relato político que se mantenga en el tiempo sin un desenlace oportuno. Sin que haya resultados real o simbólicamente tangibles. Lo saben bien George W. Bush y sus aliados en la Guerra de Irak. No puedes poner una pancarta que diga “Misión cumplida” en un portaviones, si años después de desplegarla te siguen llegando féretros con soldados muertos en batalla.

Por eso, la narrativa de Francisco tendrá más pronto que tarde que alimentarse de algunos gestos “reales”. Tres asuntos están en todas las cafeterías y restaurantes del mundo cuando se habla del grado de apertura del Vaticano: el condón, la homosexualidad y el papel de la mujer en la Iglesia. Si el papa hace gestos en alguno de esos asuntos, tan simbólicos y tan palpables al mismo tiempo, quizá podamos constatar que el papa, además de ser un grandísimo actor, y eso está muy bien, es también un gran papa.

El sábado pasado Pablo Ordaz, en El País, comenzaba su crónica sobre el encuentro del papa con la prensa acreditada en el Vaticano, con un par de frases interesantes. “O la Iglesia ha elegido un gran Papa –decía– o Hollywood se ha perdido un grandísimo actor. De esos que, aunque el guion sea pésimo y la trama inverosímil, terminan poniéndole al personal un nudo en la garganta.”

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