Más grave una teta que un rifle

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New York, Nueva York: Broadway, los rascacielos, la ciudad que nunca duerme, la tentación de Marilyn Monroe en el apartamento de arriba, el glamour que desfila paralelo a la pobreza de los homeless, los nadie sin derecho a voto, Woody Allen... Nueva York es la capital del mundo y a la vez es una ciudad que nada tiene que ver con el resto de EEUU.

La América profunda, la real, la que elige presidentes, senadores y miembros de la Cámara de Representantes, ve a Manhattan como una Gomorra vertical, centro de la depravación y el pecado. No por ser la sede de Wall Street y de los brókeres que se juegan nuestras pensiones y ahorros en el Casino global, sino por el sexo. Para esa América conservadora y meapilas es más grave una teta que un rifle.

Tampoco Washington DC, la ciudad del Gobierno, los lobbies y la perversión de la política tiene demasiado que ver con la América blanca y cabreada que ve en Donald Trump y Ted Cruz sus arietes contra el sistema. La política se ha reducido a una copia de los telepredicadores. No hay milagros en sus mítines, pero sí fe ciega.

Cualquiera que desee hacer carrera política en EEUU debe criticar a Washington DC aunque esté muriéndose de ganas de conseguir un metro cuadrado de notoriedad en el mayor escaparate del mundo.

No hubo sorpresa, ganaron los favoritos: la demócrata Hillary Clinton obtuvo el 57,95% de los votos frente a los 42.05% de Bernie Sanders; Donald Trump logró un convincente 60,50%. Su principal rival para la nominación republicana, el senador ultra conservador por Texas Ted Cruz, se había disparado en los pies en un debate cuando arremetió contra la ciudad de los rascacielos para desprestigiar a Trump; dijo que era la ciudad del vicio, el matrimonio gay y el aborto. Es la tesis del Tea Party que le apoya y de esa América de la que casi nunca hablamos en los medios de comunicación.

Cruz quedó tercero (14,45%), por detrás del gobernador de Ohio, John Kasich (25,05%), convertido en la última baza de los moderados, si es que queda alguno en el partido. Kasich es el único de los tres republicanos en liza que ganaría a Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de noviembre. Pero esas encuestas tienen hoy escaso valor. Aún falta demasiado.

Estaban en juego 95 delegados en el caso de los republicanos. Con su victoria Trump llega a los 844, aún lejos de los 1.237 delegados necesarios para ganar la nominación del partido. La batalla entre bambalinas es impedir que los que consiga, que la suma de los de Cruz y Kasich permita llegar a una convención abierta en la que todo pueda pasar. Las encuestas nacionales, esas de las que aún no debemos hacer caso porque falta mucho, indican que en un hipotético duelo contra Hillary, arrasaría la demócrata. También indican que el 75% de los encuestados creen que debe ser nominado el que obtenga los delegados suficientes o en caso de no lograrlos, el que más tenga.

Trump lleva semanas denunciando un golpe de Estado republicano contra él. La plana mayor del partido (en EEUU son máquinas electorales que se arman en periodo electoral) y algunos de sus miembros más destacados han alertado de manera reiterada de que el millonario representa un peligro para el partido y para EEUU. La revista británica The Economist le considera tan peligroso como el Daesh.

Este link del The New York Times contiene información y gráficos interactivos para que usted se haga una idea lo que está en juego y las posibles combinaciones.

La otra batalla son los superdelegados, a la que prestamos menos atención y que pueden ser decisivos. Son los altos cargos del partido, es decir, la casta de cada una de las formaciones. En este campo, Hillary Clinton lo tiene hecho. El editorial del The New York Times del miércoles pedía a Sanders y Kasich que no abandonen la batalla.

Pese al triunfo de Hillary, Bernie Sanders se mantiene en liza. No es que sea una amenaza potencial (Hillary también es la favorita en California: 7 de junio, 546 delegados en juego; la mayoría está en 2.383), sino porque se ha convertido en la conciencia crítica de los demócratas y de la desmovilizada izquierda de EEUU. Los nombres más significativos, muchos de los que apoyaron a Obama, se dejan caer esta vez por los mítines de Sanders, como Tim Robbins, o el cantante de REM Michael Stipe.

Este fue su discurso final en el último debate con Clinton antes de las primarias.

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Sanders no es un político para EEUU, donde la franja ideológica se mueve entre ultraconservadores y moderados; quizá tampoco lo sea para Europa, donde el miedo y la incompetencia lleva a presuntos socialistas como Manuel Valls a hablar como hablaba Sarkozy antes de que este empezara a hablar como Marine Le Pen.

No es frecuente escuchar en EEUU lo que dice Sanders en esta intervención en el último debate sobre Israel y los palestinos. Sanders está protegido de las acusaciones de antisemitismo; él es judío.

Los europeos no votamos en las elecciones de EEUU ni en el proceso de selección de los aspirantes. Es una pena: la izquierda huérfana de referentes desde la muerte de Olof Palme –porque no se puede tomar en serio las candidaturas de Tony Blair y Felipe González– tendría uno en Sanders. Ya no es la necesidad de otro tipo de presidente en EEUU, algo tal vez demasiado ambicioso, sino la necesidad de un poco de honestidad en el discurso político. En Europa teníamos el discurso, los valores y el proyecto; solo hay que rescatarlo.

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