Iniciativas y firmas que salvan vidas Verónica López Sabater

Y de pronto, el apagón. Llegó como un desgarrón de silencio y de tiempo desnudo, abstracto, tiempo puro, cierto, absoluto, sin interferencias. El tiempo es pelar una manzana mientras el silencio se balancea en las agujas de un reloj o suena el monólogo metálico de un locutor que, esta vez sí, está siendo escuchado atentamente, distraídamente, desde un transistor. Son las paradojas de la vida. Uno ha sido siempre el viejo del transistor, un hombre adherido a los objetos, a la verdad material de las cosas, a la certeza del libro, de la mesa, de la silla, a la verdad de un cuerpo, y también, ahora, a la minutísima verdad de la radio “piquiñina”, que diría el maestro Jerónimo Granda, sentado como un viejo cantautor pegado a su guitarra, esperando la última canción, el último tango, el último bolero, con la misma emoción y devoción que volcaría desde su oreja, esperando, ya digo, concentrado, el último parte informativo, el último parte de guerra o, simplemente, el último largo adiós. Ayer, efectivamente, se despertó nuevamente el hombre analógico que soy.
Nos hemos agarrado al transistor como quien se agarra a un salvavidas
Somos un ser de analogías. Nos hemos agarrado al transistor como quien se agarra a un salvavidas. Porque la realidad es, casi siempre, una analogía, un signo, un símbolo de lo real. El apagón eléctrico ha convertido la información en bloques de presente a la deriva, como balsas sin guía ni dirección. Todo se ha vuelto olor. Mi perro, Lío, se ha convertido en el mejor periodista de las cosas, olfateando la verdad de los humanos entre orines y margaritas, entre sombras y esquinas. La noticia es la vuelta al dinero en efectivo, a la calderilla, dinero suelto que siempre ha olido mal, a usado, a humanidad y roña, para pagar el pincho de tortilla.
Recuerdo que la pandemia nos convocó a todos en el salón de casa, entrelazados por las redes, los teléfonos móviles, los ordenadores. El hombre es un ser de lejanías, dijo Heidegger. Éramos una prótesis enclavijada a una pantalla. Cinco años y un mes después, el apagón nos ha sacado a la calle, incomunicados, sí, pero sanos, juntos y más cívicos que nunca. La vida es eso que pasa mientras haces scroll con el dedo sobre una pantalla. Después de todo, la civilización sigue siendo esa cosa tan antigua que llamamos cortesía. De manera que el revés de la vida estaba fuera de la pantalla del teléfono móvil. Porque lo que sucede en las profundidades abisales de un terminal siempre es una guerra, esa guerra digital muda, esquizo, kafkiana, y es también el deep state y los hackers y todo ese “merecumbé” que nos hace pensar que se ha parado el mundo. “Han sido los rusos, han sido los putos rusos”, se escucha decir en la calle.
De pronto, los rusos. Como hace setenta años, los rusos o los marcianos de la serie b, han hecho que los espías regresen del frío. Entonces el macartismo esparció su luz de miedo en las pantallas de los cines disfrazado de ciencia ficción. Primero fue el pánico de Jack Arnold alertándonos de que el peligro rojo venía del espacio. Después llegó John Carpenter para decirnos que el peligro nos sacudía desde dentro. El miedo, querido y desocupado lector, camina conmigo. El miedo somos nosotros, seres de analogías.
La literatura del siglo XXI ha afrontado el miedo desde dos miradas contrapuestas, como una metáfora zen de la vida escrita, bien con la vocación luminosa de Richard Ford, bien con la vibración telúrica y oscura de Don DeLillo. El periodista deportivo, Frank Bascombe, nos enseñó a disfrutar de la verdad cotidiana de las cosas. DeLillo, en cambio, nos inyectó la poesía del francotirador y el atentado. El ruido blanco, siempre siniestro, lynchiano, que nos comunica la metafísica de la paranoia y el poder frente a la vida estimulante y cierta de la vida cotidiana. Hay aquí dos poéticas del mundo que se atraviesan desde un transistor. El optimismo de la insatisfacción frente a la paranoia de la autodestrucción. El silencio puro y abstracto de la desconexión ante la sonrisa familiar, doméstica y vivible de la imperfección. Me gusta pensar que el hombre analógico, consuetudinario y esperanzador le ganó ayer la partida durante unas horas al tipo minimalista y digital que se resigna con elegancia a observar el fin del mundo.
Y mientras tanto, la radio. La radio hoy es democracia oral, como en Atenas, verbo vivo, polémica caliente, tertulia y ágora, música, información y opinión. Veo al mediodía a Jesús Maraña salir de la redacción de infoLibre en busca de un transistor, atravesando la calle Larra, que es una calle/manifiesto de la prensa escrita, toda una metáfora del romanticismo del oficio y la ilustración de tres siglos concentrados en una misma vía. Jesús tiene algo de leonés práctico y recio, es el rostro de un país sensato, calmo y analógico. Me devuelve la verdad última del transistor que sigue siendo indispensable en la vida española. La radio se ha hecho más moderna incluso que la prensa o la tele. El hombre es un ser de analogías, como Lío, ese perro bueno, que parece sentir el deseo animal de volver a desempolvar la vieja rotativa o ser la luz vespertina de la noticia impresa en el papel, pura nostalgia.
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