Lecciones de la 'nueva normalidad' de 1945

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Julián Casanova

La imagen convencional de que 1945 fue un “Año Cero” para Europa ha sido desmontada en los últimos años por diferentes historiadores. No lo fue, en primer lugar, para la amplia región de Europa Central y del Este, que vio cómo la mayoría de sus países pasaban, en una historia de continuidades y rupturas, de la ocupación nazi a la ocupación comunista.

Europa Central y del Este fue el principal campo de batalla de la Segunda Guerra Mundial. La población de Polonia y Yugoslavia fue diezmada. Los países Bálticos, Polonia, Yugoslavia y Hungría quedaron en ruinas. En Varsovia el 85 por ciento de sus edificios fueron destruidos. El déficit de modernización era más grande que a comienzos del siglo XX. La agricultura y la industria descendieron a niveles del siglo XIX. Todos esos países que habían luchado contra su atraso y posición periférica cayeron en un profundo abismo. El exterminio de los judíos y la expulsión de la población étnica alemana significó la desaparición de la mayor parte de la vieja clase y la cultura burguesa, y facilitó la reconstrucción de la sociedad por las élites comunistas. Todos esos países, excepto Yugoslavia, pasaron de ser multiétnicos a tener poblaciones casi homogéneas.

Tampoco lo fue para España y Portugal, donde Francisco Franco y António Oliveira de Salazar, ya en el poder como dictadores antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, pudieron seguir después de acabada durante tres décadas más. Desde el punto de vista de la democracia y de las libertades, España, Portugal -además de Grecia desde 1967 a 1974- y la Europa Central y del Este, desde la frontera austriaca hasta los montes Urales, desde Tallin hasta Tirana, quedaron fuera de esa complaciente descripción del continente -instalado en la “Edad de Oro” de la democracia tras la anterior “Era de catástrofe”- que procedía fundamentalmente de Gran Bretaña y Francia.

En esos países, y en otros de Europa Occidental y del Norte, la violenta derrota del militarismo y de los fascismos allanó el camino para una alternativa que había aparecido en el horizonte de Europa Occidental antes de 1914, pero que no se había podido estabilizar después de 1918. Era el modelo de una sociedad democrática, basada en una combinación de representación con sufragio universal, estado de bienestar, con amplias prestaciones sociales, libre mercado, progreso y consumismo. Estados Unidos había avanzado antes de 1939, con el New Deal, por ese camino, aunque con fuertes desigualdades sociales y la ausencia completa de derechos civiles para las minorías negras.

Volver a la “normalidad”, sin embargo, no fue fácil. Durante los últimos meses de la guerra y los dos primeros años de la posguerra, cientos de miles de personas -fascistas, colaboracionistas, ultraderechistas- fueron víctimas de una extrema violencia retributiva y vengadora, con un amplio catálogo de sistemas de persecución: desde linchamientos a sentencias de muerte, prisión y trabajos forzados.

Las purgas, los asesinatos y sobre todo la expulsión y deportación de millones de personas produjeron un trastorno demográfico enorme en Europa Central y del Este. La práctica de deportar minorías nacionales no comenzó con la Segunda Guerra Mundial. La Primera Guerra Mundial, las revoluciones y guerras en Rusia y el intercambio de población greco-turca en 1923 constituyeron puntos vitales de referencia en las décadas anteriores. Pero la Segunda Guerra Mundial rompió todos los registros. Según el pionero estudio de Eugene M. Kulischer, unos 55 millones fueron desplazados por la fuerza en menos de una década, 30 millones como resultado de la invasión nazi y el resto como consecuencia de la derrota alemana. En los dos años posteriores al final de la guerra, 12.5 millones de refugiados y expulsados de los países del Este llegaron a Alemania.

La inmediata posguerra estuvo plagada de tensiones y contradicciones. El mercado negro y el crimen aumentaron. Muchas familias y las relaciones sociales habían sido destruidas. El trabajo escaseaba e integrar a soldados, refugiados y evacuados resultó muy difícil. Las desigualdades se manifestaron entre poblaciones nativas y refugiadas, ciudades hambrientas y el mundo rural, deportados, refugiados y quienes habían permanecido en sus casas. Con ciudades y vidas destruidas, estudiar en escuelas y universidades fue imposible para muchos y el reparto de bienes y servicios no llegaba. Bajo esas condiciones, en un escenario de división e inicio de la Guerra Fría, se produjo el último de los grandes éxodos de una empobrecida Europa, con dirección casi siempre a América.

Es evidente que el Plan Marshall estimuló, desde 1947 a 1956, el camino de la recuperación, sirvió a los intereses estratégicos de Estados Unidos como primera potencia mundial, a la vez que mejoró las vidas de muchos ciudadanos europeos. Desde finales de los años cincuenta Europa Occidental experimentó un largo período único de crecimiento, de oportunidades para los trabajadores, incluidas por primera vez las mujeres, en las fábricas, en la sociedad y en la educación. Los sindicatos alcanzaron su apogeo de influencia, a la vez que los conflictos de clases se difuminaban ante el avance del consumismo, los cambios de valores y la secularización. Millones de inmigrantes acudieron desde los países periféricos de Europa a los más industrializados. La descolonización ocasionó también un importante movimiento de población pobre a las antiguas metrópolis.

Las democracias que salieron de la victoria sobre el nazismo edificaron un sistema de inclusión social, de estado de bienestar, de mayor protección e igualdad, que, tras años de sufrimiento y sacrificio, se convirtió en el modelo inequívocamente europeo. Tras la catastrófica primera mitad del siglo XX, muchos intelectuales y políticos soñaron con recuperar “una benigna versión de la modernidad”, en palabras de Konrad H. Jarausch, que otorgara abundantes beneficios en vez de causar muertes y destrucción. Se trataba también de reducir los peligros de las versiones más extremas del nacionalismo, militarismo y autoritarismo.

Esas tendencias autoritarias y militaristas no desaparecieron del todo y permanecieron durante décadas en Portugal, España y Grecia, pero la transición desde la violencia brutal, el militarismo y los criminales de guerra a una era estable de constitucionalismo político hicieron comprender a muchos ciudadanos europeos que si los fascismos hubieran ganado, el curso posterior de la historia hubiera sido diferente. Las estructuras sociopolíticas que permitieron y estimularon la acción violenta como fenómeno central de Europa entre 1912 y 1945 desaparecieron. La distribución más justa de recursos, el acceso universal a la educación y la criminalización de la política de odio y exclusión funcionaron como antídotos de las utopías salvadoras y bloquearon la posibilidad de que los “hombres de la violencia”, los responsables de millones de muertes, ganaran posiciones dominantes de nuevo.

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No fue fácil volver a la “normalidad” tras 1945 y tampoco lo será ahora en medio del océano de desgracias que está dejando el covid-19 en una buena parte del mundo. Pero esto no es una guerra con decenas de millones de muertos y violencia extrema. Y los caminos que se abrieron en algunos países occidentales deberían servir de guía: criminalización de la política de odio y exclusión, distribución más justa de recursos y Estado de bienestar. Si el odio, que se está sembrando, germina, y la Unión Europea no es capaz de reforzar los pilares en los que se basó su fundación, la democracia, ya frágil, será derribada. Son lecciones de la historia, para quien las quiera escuchar.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza.

La imagen convencional de que 1945 fue un “Año Cero” para Europa ha sido desmontada en los últimos años por diferentes historiadores. No lo fue, en primer lugar, para la amplia región de Europa Central y del Este, que vio cómo la mayoría de sus países pasaban, en una historia de continuidades y rupturas, de la ocupación nazi a la ocupación comunista.

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