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La historia rima

De Matesa al proceso de Burgos: la agonía del franquismo

El rey Juan Carlos I, junto al general Francisco Franco en el desfile militar de 1974.

Julián Casanova

La crisis y ocaso del franquismo se abrieron a partir de 1969, con un punto de aceleración importante en diciembre de 1973 con el asesinato de Carrero Blanco. El 21 de julio de 1969 Franco presentó a Juan Carlos como su sucesor ante el Consejo del Reino y un día después a las Cortes, que aceptaron la propuesta del dictador por 491 votos afirmativos, 19 negativos y 9 abstenciones. El 23 de julio el príncipe juró "lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales". El nombramiento respondía por fin a la pregunta de "después de Franco, ¿quién?" y parecía asegurar una continuidad de los principios e instituciones de la dictadura.

Franco tenía entonces setenta y siete años y había comenzado ya a mostrar claros síntomas de envejecimiento, agravados por la enfermedad de Parkinson y muy visibles en su temblor de manos, rigidez facial y debilitamiento de su tono de voz. Ante ese panorama, Carrero Blanco, que había sustituido en septiembre de 1967 al general Muñoz Grandes como vicepresidente del Gobierno, aceleró su plan de atar la institucionalización de la dictadura con la designación por Franco de un sucesor a título de rey.

Desde comienzos de los años sesenta, y después de haber soportado múltiples presiones para que designara a don Juan, hijo de Alfonso XIII y padre de Juan Carlos, Franco lo había descartado como sucesor, así como a cualquier miembro de la dinastía carlista. Fue Carrero Blanco quien, sobre todo a partir de enero de 1968, cuando Juan Carlos cumplió los treinta años, edad establecida para poder reinar por la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947, convenció a Franco para que tomara la decisión de nombrar al "príncipe de España" como su sucesor, al frente de una "Monarquía del Movimiento Nacional, continuadora perenne de sus principios e instituciones".

En realidad, en esos momentos era Carrero Blanco, y no tanto el príncipe, quien aseguraba esa continuidad. Sobre todo después del escándalo Matesa y de la formación de un nuevo Gobierno en octubre de 1969, los dos acontecimientos más importantes que siguieron al reconocimiento de Juan Carlos como sucesor.

El asunto Matesa, las siglas de Maquinaria Textil S.A., estalló de súbito en el verano de ese año y se convirtió en el mayor escándalo financiero de toda la dictadura. La empresa fabricaba maquinaria textil en Pamplona, y tenía sucursales y compañías subsidiarias en América Latina. Su director, Juan Vilá Reyes, conectado con el Opus Dei y los grupos tecnocráticos, logró cuantiosos créditos oficiales de ayuda a la exportación, cerca de once mil millones de pesetas, justificados con pedidos que en la práctica no existían o estaban inflados. Las irregularidades fueron denunciadas y aireadas por la prensa del Movimiento, con la ayuda desde el Gobierno de Manuel Fraga Iribarne y José Solís Ruiz, para intentar desacreditar a los ministros del Opus Dei, un pulso más de la dura batalla por el poder que libraban esos dos grupos desde principios de los años sesenta.

Los efectos políticos de ese escándalo fueron inmediatos. Carrero Blanco pidió a Franco una remodelación total del Gobierno y el 29 de octubre formó lo que ha pasado a la historia como el Gobierno monocolorGobierno monocolor. Carrero continuaba de vicepresidente, aunque con más poder que nunca, y casi todos los ministros en puestos clave eran miembros del Opus Dei, de la ACNP, o se identificaban con la línea tecnocrática-reaccionaria de López Rodó-Carrero Blanco. Manuel Fraga Iribarne y Solís Ruiz fueron cesados y aunque Carrero Blanco no asumió todavía la presidencia del Gobierno, era él quien dirigía ya la política gubernamental.

Esa pugna por el control del proceso político entre Carrero y el Opus Dei por un lado y el sector azul del Movimiento por otro, abrió definitivamente la crisis en el interior del franquismo. Los conflictos de poder entre los propios gobernantes han sido destacados como una de las circunstancias fundamentales para la desestabilización de los regímenes dictatoriales, por encima incluso del conflicto entre los gobernantes y gobernados, y son varios los autores que, siguiendo la ya clásica interpretación de Philippe Schmitter para la crisis de la dictadura portuguesa, ponen énfasis en ese aspecto para los años finales del franquismo. Era un conflicto entre los franquistas de línea dura dispuestos a defender sus privilegios conseguidos por las armas hasta el final, siempre bajo el amparo de la dictadura, y aquellos franquistas que habían tomado conciencia de que su supervivencia quedaría mejor asegurada con una reforma gradual y moderada.

Mas no fueron sólo conflictos internos por el poder los que complicaron la vida de la dictadura en sus últimos años. Un momento especialmente tenso fue 1970. La conflictividad laboral alcanzó ese año el nivel más alto del decenio, con casi medio millón de trabajadores metidos en reivindicaciones y nueve millones de horas perdidas. Muchas de esas huelgas derivaban en enfrentamientos con la policía y con muchos huelguistas torturados y en la cárcel. La represión fue especialmente dura en el País Vasco, donde ETA había empezado a desafiar a las fuerzas armadas de la dictadura con asesinatos y atracos a bancos y empresas. La mezcla de agitación laboral, universitaria y terrorista provocó una dura reacción de militares y políticos ultraderechistas que convencieron a Franco para que respondiera con un juicio ejemplar contra dieciséis prisioneros vascos, entre ellos dos sacerdotes. El proceso comenzó en diciembre en Burgos, sede de la región militar a la que pertenecía el País Vasco, y concluyó con la condena a muerte a seis de los acusados y con 519 años de prisión para los demás.

Algunos ministros, encabezados por López Bravo, intercedieron ante Franco. Su hermano Nicolás le escribió el 6 de diciembre recomendándole que no firmara esas peticiones de sentencias de muerte por parte de los fiscales: "No te conviene. Te lo digo porque te quiero. Tú eres buen cristiano, después te arrepentirás. Ya estamos viejos. Escucha mi consejo, ya sabes lo mucho que te quiero". En su mensaje de fin de año transmitido por televisión el día 30, Franco anunció su magnánima decisión de conmutar las penas de muerte por años de cárcel. El perdón concedido era, según el dictador, la mejor prueba de la fuerza de su Gobierno: "La firmeza y la fortaleza de mi ánimo no os faltarán mientras Dios me dé vida para seguir rigiendo los destinos de nuestra Patria".

Pese al perdón, todo ese proceso tuvo consecuencias muy negativas para el régimen, que vio cómo un sector de la sociedad respondía con huelgas y manifestaciones, los obispos vascos pedían clemencia y en el exterior se protestaba contra Franco como no se recordaba desde los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial.

Los años que siguieron fueron los más agitados de la dictadura de Franco. Algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, muy renovada tras la desaparición de los principales exponentes de la cruzada y del nacionalcatolicismo, empezaron a romper el matrimonio con la dictadura, presionados también por muchos sacerdotes y comunidades cristianas que, especialmente en Cataluña, el País Vasco y las grandes ciudades, reclamaban una Iglesia más abierta, comprometida con la justicia social y los derechos humanos.

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La profunda transformación de España en esa década de desarrollo de los sesenta generó la aparición de altos niveles de conflictividad que quebraban la tan elogiada paz de Franco. En realidad, desde 1971 hasta la muerte de Franco, los conflictos se extendieron por todas las grandes ciudades y se radicalizaron por la intervención represiva de los cuerpos policiales, cuyos disparos dejaban a menudo muertos y heridos en las huelgas y manifestaciones. La violencia policial llegaba también a las universidades donde crecían las protestas y se multiplicaban las minúsculas organizaciones de extrema izquierda. La respuesta de las autoridades franquistas fue siempre mano dura, represión y una confianza inquebrantable en las fuerzas armadas para controlar la situación. Hasta la muerte del dictador, casi cuarenta años después de que él y sus compañeros de armas iniciaran un golpe de Estado y una guerra civil.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza y Visiting Professor en la Central European University de Viena.

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