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En la vida hay algunos que juegan con las cartas marcadas y otros con las cartas que les han tocado, la gran impostura de nuestros días es llamar a esto meritocracia. De vez en cuando no está de más recordarlo para que las clases altas no se nos suban, aún más, a la chepa. De hecho, no puedo sentir más que aversión a eso que se ha llamado “cultura del esfuerzo, el mérito y la excelencia”, la narrativa que la derecha ha creado para justificar las desigualdades sistémicas. No es que nuestra economía tenga el resultado indeseado de la inequidad, es que la inequidad es imprescindible para que el proyecto neoliberal exista.
La mayoría de la población se esfuerza cotidianamente por salir adelante, pero de alguna manera hay que excusar los nulos horizontes y resultados obtenidos: no eres demasiado bueno, no lo has hecho suficientemente bien, por eso tienes tan poco, por eso no llegas lejos. Lo que más jode, perdonen la tosquedad, es que quienes vocean la meritocracia son los de la minoría de las cartas marcadas, a los que les compran el título en la privada, les colocan sus redes de influencia y desconocen por completo la adversidad: determinados apellidos, y no tu talento, son los que te libran de no haber pisado nunca una oficina del paro.
La otra manera con la que se justifica la desigualdad es mediante lo aspiracional. Si la meritocracia es el refuerzo negativo, no tienes porque no vales, reconducir el averiado ascensor social hacia los “estilos de vida” es el segundo truco que la derecha guarda en la manga. Ya saben, cuando ustedes compran algo con etiqueta negra, apellido premium o pretensión exclusiva, desde un coche hasta un chicle, no compran sólo el producto, sino que también adquieren la ensoñación de sentirse diferentes, que es lo que cotiza al alza en el mercado de la diversidad. La derecha se gana a los suyos con bajadas de impuestos y apaños, al resto le ofrece, entre otras cosas, su refinada guerra cultural.
En lo periodístico, mientras que la meritocracia suele ser el combustible de muchas columnas de opinión, lo aspiracional es el principal sustrato de las secciones de tendencias, esas en las que bajo el epígrafe de “vida y estilo” se nos educa en el aspirar a ser, no más libres o iguales, sino más diferentes de ese horror moderno de la clase social. El viaje de Isabel Díaz Ayuso a Nueva York, uno sin contenido político o económico real, juega en esta liga de la promoción política: la chica que llega alto, la chica a la que se supone que nos queremos parecer.
Leo en la sección Lifestyle del diario La Razón: “ISABEL DÍAZ AYUSO se convierte en la JEFAZA DE NUEVA YORK (y de las tendencias) con este traje gris que estiliza la figura”. Cabe destacar que las mayúsculas son del titular original, imagino, a modo del que no sólo aplaude muy fuerte sino que se levanta presto para destacar sobre el resto: el entusiasmo casi nunca sale gratis. El caso es que, más allá de la caja alta, más allá de una cierta vergüenza ajena –como cuando tu vecino del quinto se las da de cosmopolita por su café encapsulado– no hay que despreciar nunca el poder de la persuasión cultural.
Sobre Ayuso se está construyendo una figura que trasciende lo político porque la política, la de verdad, es un campo de juego en el que la derecha suele perder. Ayuso es producto directo de la descomposición de la etapa Rajoy, del navajeo interno que acabó con Cifuentes y de las tristes maniobras que se dieron en el progresismo a principios de 2019. Nadie daba un duro porque el PP pudiera revalidar el Gobierno madrileño, por eso pusieron a alguien de cuarta fila para que se comiera la derrota. Los accidentes ocurren, ya no vale de nada darle más vueltas.
Sin embargo no fue hasta la llegada de la pandemia cuando su figura tomó relevancia: Ayuso se convirtió en el polo reaccionario contra el Gobierno central, sorpansando a Casado, e incluso al propio Vox. Sus virtudes reaccionarias personales, que las tiene, junto a la dirección de MAR, la convirtieron no en la oposición de Sánchez e Iglesias, sino en la principal artífice de una campaña de deslegitimación y agitación de la que un día convendrá hablar en profundidad.
Las elecciones madrileñas de mayo, esas que tan bien supo aprovechar tras la moción murciana y la ridícula inoperancia de Ciudadanos, le acabaron de cimentar el trono. Uno que en esta Convención del PP, que va a ser itinerante –como los circos y la vuelta ciclista– se va a intentar rebajar de altura. Que Casado reivindique a Rajoy, cuando se presentó contra su legado, es decir, Soraya Saénz de Santamaría, es la prueba más palpable de que el presidente popular sabe que a mayor gloria de Ayuso menor es su brillo, también el electoral. El problema es que un ataque frontal a la presidenta madrileña es un ataque a sus propias expectativas en las generales. Difícil papeleta.
Todo este número de la sesión de fotos en Nueva York a costa del dinero público de la Comunidad es una vuelta a aquel cine de los ochenta donde Manhattan no era una isla, sino una idea de ascenso para los habitantes del medio oeste que se veían reflejados en Tom Cruise o Melanie Griffith, cuando aún no eran estrellas y podían encarnar a veinteañeros que, aunque las pasaban canutas entre rascacielos y yuppies, conseguían alcanzar el sueño americano y colocarse unos tirantes con las barras y estrellas. Ayuso pretende ser la protagonista de Armas de Mujer aunque quizá encaje mejor en American Psycho.
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Esta tercera Ayuso, tras la heroína reaccionaria de la pandemia y la despreocupada libertariana electoral, pretende darle un nuevo encaje donde sobrevivir comunicativamente una vez que el coronavirus, como tema político y mediático, va perdiendo fuerza. Ahora ya no se trata tan sólo de azuzar la guarimba contra Moncloa o jugar a la ruleta rusa con las medidas sanitarias, sino de construir una Ayuso con contenido propio, alguien lo suficientemente facha para tener contento a Vox y su entorno, pero lo suficientemente dinámica para ser comparada, como hace La Razón, con una de las protagonistas de Sexo en Nueva York: de la mantilla al margarita.
Lo cierto es que, además del análisis comunicativo y cultural, y por mucho que este tipo de maniobras nos parezcan tan obvias como sonrojantes, hay que tenerlas en cuenta. Sobre todo porque teniendo la connivencia de una gran parte del sistema empresarial, que te paga los caprichos, y mediático, que te los difunde, hasta el personaje más mediocre se puede convertir en una estrella: miren si no a la canción ligera con origen en Miami. Más aún si juegas a favor de una inercia de décadas, ideas asentadas en el imaginario popular mediante la ficción y los estilos de vida.
Para ganar unas elecciones hay que captar el olor de la época y esa es la mayor debilidad de Ayuso, que es, probablemente, el último suspiro de una época en decadencia: vuelven a soplar vientos igualitaristas en todo el mundo, unos que impulsan a la política útil como la manera de dejar atrás tantos años de incertidumbre. La meritocracia y lo aspiracional no son más que el maquillaje para la retórica egoísta y salvaje del sálvese quien pueda. Ahora tan sólo hace falta que la izquierda se dé cuenta antes de emprender su enésimo viaje al centro o a la reinvención colorista. Y a esto casi le tengo más miedo que a Gordon Gekko.
En la vida hay algunos que juegan con las cartas marcadas y otros con las cartas que les han tocado, la gran impostura de nuestros días es llamar a esto meritocracia. De vez en cuando no está de más recordarlo para que las clases altas no se nos suban, aún más, a la chepa. De hecho, no puedo sentir más que aversión a eso que se ha llamado “cultura del esfuerzo, el mérito y la excelencia”, la narrativa que la derecha ha creado para justificar las desigualdades sistémicas. No es que nuestra economía tenga el resultado indeseado de la inequidad, es que la inequidad es imprescindible para que el proyecto neoliberal exista.
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