El centro político: breve historia de una leyenda

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No sé si han escuchado ustedes hablar alguna vez de las fantásticas islas evanescentes, ínsulas con las que los marineros se cruzaban sólo en algunas ocasiones, apareciendo sorpresivamente pese a que en las cartas de navegación no estaban marcadas o, aun ya habiendo sido registradas, ocultándose de la vista del navegante sin dejar rastro. Las islas evanescentes incluso tenían la facultad de desplazarse, no apareciendo siempre en el mismo lugar, lo que creaba aún más confusión a los que intentaban cartografiarlas. La mayoría no pasaron de ser nunca meras leyendas, algunas producto de volcanes submarinos que conseguían emerger tras una erupción para luego desmoronarse al cabo de los años, muchas producto de anotaciones rudimentarias de expediciones que tenían suficiente con sobrevivir regresando a destino. En las Canarias tienen la suya, se llama San Borondón.

Tranquilos, no transformaremos, por el momento, esta columna en un espacio para el misterio y lo insólito, pese a que nuestra sociedad parece cada vez más llena de fenómenos paranormales: les dejo a ustedes el chiste. Les traigo a colación el fenómeno de las islas evanescentes porque siempre me ha recordado mucho a eso que se denomina centro político: algo que existe en gran medida dependiendo del punto de vista del observador, algo terriblemente mitificado, algo que pensamos estable pero que desaparece dependiendo del momento y algo que, sin duda alguna, no está siempre situado en la misma posición de nuestras cartas de navegación ideológicas.

En España, si atendemos a los partidos que han intentado ocupar esa posición, podríamos aventurarnos a decir que el centro es simplemente la derecha que ha querido pasar por moderna dejando de dar gritos y guardando en el cajón el rosario, al menos antes, cuando el catolicismo tenía un cierto peso y a misa iba todo el mundo, unos a la parroquia de su barrio y otros a la ermita antes de la montería. El centro, así, ha podido ser una coartada, una forma de hacer pasar a aquella derecha que aún daba miedo porque los que votaban se acordaban del franquismo, por unos tipos juveniles y razonables que sólo venían a gestionar. Aznar, si recuerdan, fue de centro, y lo primero que hizo al llegar al Gobierno en 1996 fue editar los diarios de Azaña, firmar el pacto del Majestic con CiU y decir en los mítines, aquellos en plaza de toros a los que iban Julio y Norma, que de joven había sido un “simpático progre”. La señora Botella le miraba, tan atónita como morena, entre el público.

Más tarde el centro fue saltando entre UPyD y Ciudadanos, ambos partidos nacionalistas españoles, salvo que uno impulsado desde Euskadi y otro desde Cataluña, hasta la política nacional. Salvando las diferencias entre Rosa Díez, aquella señora que era del PSOE y hoy deja a Vox como ejemplo de moderación, y Albert Rivera, que a mí me recordó siempre a esos mandos intermedios que tenían en su habitación de adolescente un poster de Mario Conde en vez de uno de Rosendo, los magentas y los naranjas intentaron siempre jugar a aquello de “huir de las etiquetas”, es decir, de las ideologías, que equivaldría a que un carpintero huye de la madera o un panadero de la harina: no hay nada fuera de la ideología, que no es más que un criterio ordenado sobre el que se entiende la vida y del que se tratan de obtener unas soluciones.

Decirte ni derechas ni de izquierdas no significa ser exactamente de centro. Los fascistas, los de los años 30, también lo decían, declarándose tercerposicionistas. Simple y llanamente porque, en el primer tercio del pasado siglo, el movimiento obrero era tan fuerte que ocupaba el centro del tablero, obligando a las opciones radicales de la derecha a catalogarse de revolucionarias y emplear una retórica obrerista que aunque condenaba a los banqueros lo hacía sólo con los que eran judíos. A sus burguesías nacionales hacían siempre como que nos las veían, más que nada porque solían ser las que aflojaban el parné para que los aguerridos muchachos de clase media, para-militarizados, se dedicaran a ir dando palizas y practicando el pistolerismo contra sindicalistas y, en general, contra cualquiera que tuviera apego a la justicia social. A quien se declara de centro en España, país que de fascismo ha entendido un rato, siempre hay que mirarle un poco de reojo a ver si es de centro o del centro plus ultra.plus ultra.

La izquierda también se dice de centro, imbuida en la creencia, machacada durante años desde los púlpitos de los editoriales y los consejos de los mandarines del backstage electoral, de que es ahí donde se ganan las elecciones. Incluso Podemos, en su época inicial, siguiendo aquella manía del 15M de intentar gustar a todo el mundo creyendo que eran el 99%, se decía también al margen del eje ideológico izquierda y derecha. Todo esto, de hecho, me ha venido a la cabeza al escuchar a Ángel Gabilondo diciendo que él no iba a aumentar los impuestos ni pactar con “este Iglesias”, como si hubiera muchos diseminados por Madrid, al estilo de unos gnomos de jardín, unos con coleta, otros con moño y alguno, incluso, levantando el puño, algo muy poco de centro, claro está.

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Nos encontramos, así, con una valiosa enseñanza de nuestro pasado reciente que no nos debería pasar desapercibida. Mientras que hace 25 años era Aznar, la derecha, la que se decía de centro para no asustar el votante, hoy, realmente ya desde hace mucho, es el progresismo el que tiene que decirse de centro, probablemente además de una forma bastante más honrada que el propio presidente del bigote y expresión ceniza: unos sólo lo decían porque era lo que tenían que decir, los otros de tanto decirlo se lo han creído y van casi como pidiendo perdón por ser quienes eran, haciendo políticas que se corresponden poco con los valores que dicen defender. No hace tanto, de hecho, Pedro Sánchez reclamaba la izquierda porque tenía a un Podemos fuerte que le pisaba los talones. El centro no siempre significa lo mismo, tiene los mismos efectos ni se sitúa en la misma posición: de tan a la derecha que nos estamos volcando pronto será considerada radical la propia idea de democracia.

El votante, que no es más que un papel que el ciudadano interpreta en unas elecciones, existe en la medida que existen desigualdades sociales, diferente acceso al trabajo, la vivienda, el estudio o incluso la calidad de vida, que se alarga o empequeñece de manera notable dependiendo de a qué clase social se pertenezca. Las diferencias de clase siguen existiendo, probablemente en nuestros días de una manera más notable, tras la Gran Recesión de 2008, tras estos meses pandémicos, que en la primera década del siglo. Pero no se perciben como tales, sino como resultados de nuestras capacidades individuales, en el mejor caso de la fortuna. Si nadie nos ha recordado este hecho es porque todos, durante demasiado tiempo, han querido ser de centro; los trabajadores, ausentes de sí mismos, se han visto como clase media, que es en esto del análisis social el equivalente al centro en lo político.

Y en este contexto, evidentemente, cuando tú quieres ser otra cosa, educando a tus votantes para que sean otra cosa, las elecciones sí se deciden por el centro, sobre todo porque la mayoría de los que no votan ya ni siquiera ven, no sólo a la izquierda, sino a la política como algo que pueda mejorar sus vidas. Los mayores índices de abstención coinciden justo con las zonas de clase trabajadora más afectadas por una crisis que en algunos lugares, y para algunas vidas, duró una década hasta enlazar con esta. Es entonces cuando, atendiendo a los estudios, la izquierda renuncia a los suyos buscando a los otros. Y así entramos en un bucle que, con el devenir de los años, no ha hecho más que profundizar el problema: ni el cantante se dirige a su público ni a su público le interesa la música.

No sé si han escuchado ustedes hablar alguna vez de las fantásticas islas evanescentes, ínsulas con las que los marineros se cruzaban sólo en algunas ocasiones, apareciendo sorpresivamente pese a que en las cartas de navegación no estaban marcadas o, aun ya habiendo sido registradas, ocultándose de la vista del navegante sin dejar rastro. Las islas evanescentes incluso tenían la facultad de desplazarse, no apareciendo siempre en el mismo lugar, lo que creaba aún más confusión a los que intentaban cartografiarlas. La mayoría no pasaron de ser nunca meras leyendas, algunas producto de volcanes submarinos que conseguían emerger tras una erupción para luego desmoronarse al cabo de los años, muchas producto de anotaciones rudimentarias de expediciones que tenían suficiente con sobrevivir regresando a destino. En las Canarias tienen la suya, se llama San Borondón.

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