En toda la legislatura no he visto al Gobierno tan tocado como tras el escándalo suscitado por la revisión de penas tras la puesta en marcha de la ley del sólo sí es sí. Desde que estas empezaron a producirse a mitad de noviembre hasta el momento, en que el PSOE ha registrado en el Congreso una reforma en solitario de la norma, no ha habido semana en que no se diera un paso en falso en la respuesta al conflicto, bien fuera por falta de coordinación, bien por discrepancia en la manera de resolverlo. Tanto es así que, teniendo en cuenta que hablamos de una legislatura que ha incluido una pandemia, una guerra, una oposición de derechas embrutecida y hasta maniobras hostiles en los altos tribunales, alguien debe poner fin a esta situación que desangra las posibilidades de la izquierda en año electoral. En política hay algo mucho peor que equivocarse, y es pretender enmendar el error con una escapada hacia adelante que arrase todo a su paso.
¿Qué es lo primero que hay que aprender de este caso? Pues que se estudiará en el futuro como el ejemplo perfecto de la diferencia entre tener unos principios como legislador y conseguir que el aparato de un Estado los aplique tal y como tú pretendías. Quien llega a un ministerio debe saber que la acción política no consiste en apretar unos botones en una consola para que, ipso facto, se consigan los resultados deseados en la sociedad. Entre medias existe todo un complicado entramado que debe aplicar la ley, con sus sesgos —habitualmente conservadores— pero también con imposibilidades prácticas, con problemas inesperados e incluso con situaciones imprevistas. Por eso, y esta es la segunda enseñanza que hay que extraer, es muy mal negocio calificar tu propia ley de “histórica” el día que se pone en marcha, porque como algo de todo esto suceda, cosa que es muy probable, lo histórico será la hostia que te pegas.
¿La ley del sólo sí es sí es intrínsecamente errónea? No lo creo. Bien al contrario creo que ha introducido un elemento, el consentimiento, necesario pero no mágico, es decir, que lo que en la teoría política funciona de manera irreprochable, en la práctica legislativa no lo ha hecho de la misma manera, como todos podemos ver. Como bien saben, la anterior ley diferenciaba los delitos sexuales en dos grandes tipos, el abuso y la agresión, no por capricho, sino porque en las leyes de alguna manera hay que diferenciar la gravedad de la falta cometida. Esa diferenciación, por resumir, se aplicaba en los diferentes grados de violencia a la que el agresor había sometido a la víctima. Algo que funcionaba en algunos casos, los más evidentes, pero que creaba situaciones jurídicas poco claras en casos como el de La Manada, donde se produce el estallido de protestas que lleva a la actual ley.
Esta ley ponía en el centro el concepto de consentimiento para evitar que se sometiera a la víctima a una fiscalización que podemos resumir en la siguiente pregunta: “¿se resistió lo suficiente?”, algo que hacía aún más gravoso el hecho de inmiscuirse en un proceso judicial de este tipo. Esto tenía por tanto una consecuencia judicial obvia, la desaparición del abuso como tipo penal, considerándose todos los delitos sexuales agresiones. Como parece normal, estas agresiones debían de ser moduladas en la ley, recogiendo diferentes situaciones y agravantes, para que no tuviera la misma pena alguien que realiza un tocamiento en el metro que alguien que viola con penetración utilizando además la violencia para coaccionar a la víctima. Y ahí, en las penas mínimas de esas nuevas horquillas, es donde se tomó la decisión que ha provocado el conflicto.
Se optó por unas penas más bajas que en la anterior ley, lo que ha provocado que se produzcan revisiones de condenas, ya que cualquier cambio penal que favorezca al reo tiene efecto retroactivo. Y aquí está la clave que hasta el momento nadie ha querido contestar de una manera clara: si se consideró que las posibles rebajas de condenas y excarcelaciones no iban a suceder fue un error grave. Si se supo que se iban a producir y no se calculó el escándalo social que esto iba a producir el error fue entonces mayúsculo. En política, y esta es la tercera gran conclusión de este conflicto, tienes que tener en cuenta siempre el contexto en el que llevas a cabo tus acciones, porque si no corres el peligro de creer que lo que opinan tus círculos de afinidad es lo que opina la sociedad entera, cuando no es así.
El debate sobre el punitivismo, que fue puesto en claro por Igualdad desde el inicio de la legislatura cada vez que se le preguntaba por la ley, marca que unas penas más altas no significan una mayor protección para las víctimas. Algo que posiblemente sea verdad, pero que en año electoral y con una derecha embrutecida, experta en agitar el espantajo de que en España delinquir sale gratis, ha resultado totalmente suicida llevar a la práctica sin tener una respuesta consensuada, armada y firme. Porque hay que recordar que desde noviembre hasta aquí se nos han dicho muchas cosas, muchas de ellas contradictorias y la mayoría con la única intención de ganar una narrativa que en la calle está perdida desde hace semanas. Le guste o no al Gobierno, lo que la mayoría de gente piensa es que se ha legislado favoreciendo a los agresores, y da un poco igual a estas alturas que esto no sea verdad. Simplemente, como decimos, no puede tener la misma pena un tipo de agresión sexual que otra.
Saber perder no significa renunciar a tus principios, sino asumir que cuando una ley tiene unos efectos indeseados, y eso crea alarma social, hay que buscar la manera de atenuar el error
Si el debate sobre el punitivismo se quería abrir, lo más sensato era haberlo hecho con otra ley que afectara a otro tipo de delitos que creen menos alarma social y, por supuesto, no haber abierto esta caja de los truenos a meses de unas autonómicas y unas generales. Si se decidió hacerlo con esta ley, aun teniendo todas las cartas en contra, había que haber preparado lo que podía suceder, que es tan sencillo como que los abogados han hecho su trabajo y algunos jueces han aplicado los tipos más bajos sin tener demasiado en cuenta los agravantes. ¿Es esta situación una campaña coordinada de la derecha judicial para sabotear la ley? Puede que en algunos casos. El problema es que cuando Jueces y Juezas para la Democracia, la principal asociación progresista, te saca un comunicado en contra negando la mayor, te hace añicos la narrativa. Ahora, precisamente ahora, es cuando es ya totalmente imposible ganar el debate sobre el punitivismo, más allá de tus redes sociales más cercanas y tus columnistas de cabecera.
¿Qué hacer entonces? Pues se podía haber optado por una resistencia coordinada, donde se explicara la naturaleza del asunto. Ni en España hay tantos delitos sexuales ni esta ley desprotege a las víctimas, la mayoría de rebajas de pena son mínimas y las excarcelaciones son en reos que ya habían cumplido gran parte de su pena y que tan sólo han conseguido el tercer grado unos meses antes. Y quizá, poniendo estas cartas sobre la mesa y apostando por ellas, en vez de negar la realidad en noviembre, hubiera habido alguna posibilidad de victoria. Teniendo en cuenta, repetimos, que, como era de esperar, el espectro mediático de las derechas iba a presentar una situación de caos donde a los violadores más contumaces se les dejaba en libertad con dos palmaditas en la espalda. Y aquí está la cuarta enseñanza del asunto: elige bien las batallas que vayas a dar pero, de darlas, ten al menos conciencia de la impiedad del enemigo.
En vez de esto, porque ya era tarde, se ha optado por reformar la ley, algo que no valdrá de nada a la hora de frenar el goteo de revisiones, ya que por norma penal general no existen revisiones al alza de las penas. Si se ha optado por subir las penas más bajas es, simplemente, porque algo hay que fingir que se hace, algo hay que ofrecer a una ciudadanía sometida al martillo mediático de las derechas que, obviamente, ya no está para tener ningún debate penalista. Lo peor es que esta reforma ni siquiera ha sido consensuada dentro del Gobierno y Podemos acusa al PSOE de eliminar el consentimiento del centro de la ley.
La reforma de la ley planteada por el PSOE no reactiva el doble tipo de abuso y agresión. Deja intacta la definición de consentimiento planteada en la ley del sí es sí. Pero, al subir las penas mínimas, debe introducir alguna manera de evaluarlas mediante el uso de la violencia. Lo cierto es que el debate en torno a la reforma de la reforma se ha desnaturalizado tanto en los últimos días que se diría que el consentimiento se refiere sólo a la palabra de la mujer agredida, cuando realmente sigue siendo la acusación la que ha de probar que ese consentimiento no se produjo. Si no, se estaría invirtiendo la carga de la prueba, justo lo que difundieron los agitadores ultras hace unos meses. Y en ese proceso probatorio, la ley ya tenía en cuenta el uso de la violencia.
De hecho, a lo que estamos asistiendo en estos últimos días se parece demasiado a una desbandada donde, una vez perdido el debate sobre los efectos de la ley, la parte mayoritaria del Gobierno, el PSOE, quiere ofrecer algo a la ciudadanía para que parezca que se ha subsanado un error con dureza, y la parte minoritaria, Podemos, quiere centrar el debate en que el PSOE hiere el corazón de la ley para, al menos, mantener prietas las filas de su electorado. Ambas versiones no son más que una exageración: ni la reforma es necesaria para evitar las revisiones, algo imposible de subsanar ahora, ni vuelve al código penal anterior. Si algo había que hacer, para que diera al menos la sensación de que el Gobierno no estaba satisfecho con los resultados de la ley, lo que resulta ya el último disparate es que ni entre los socios haya habido consenso.
La última enseñanza que nos deja el conflicto en torno a esta ley es que en política hay que saber perder. Saber perder no significa renunciar a tus principios, sino asumir que cuando una ley tiene unos efectos indeseados, y eso crea alarma social, hay que buscar la manera de atenuar el error. Si alguien piensa que abriendo un nuevo debate sobre el ya existente, viciado por nuestro contexto mediático y poco claro al tratarse de cuestiones jurídicas, gana algo, es que cuenta con muy pocas voces que le digan, a las claras, qué es lo que en estos momentos se respira en la calle: estupefacción. Llegados a este punto, no tengo ya demasiadas esperanzas en que la cordura se imponga a las escapadas hacia ninguna parte, pero bastaría, al menos, con que en el trámite parlamentario se llegara a un acuerdo y en lo comunicativo se dejaran de inventar maneras de dañar aún más a la coalición de Gobierno. Mi petición es única: señor Tamames, decídase pronto a subir a la tribuna y mueva el péndulo del ridículo hacia otra parte. Ya sólo pido eso.
En toda la legislatura no he visto al Gobierno tan tocado como tras el escándalo suscitado por la revisión de penas tras la puesta en marcha de la ley del sólo sí es sí. Desde que estas empezaron a producirse a mitad de noviembre hasta el momento, en que el PSOE ha registrado en el Congreso una reforma en solitario de la norma, no ha habido semana en que no se diera un paso en falso en la respuesta al conflicto, bien fuera por falta de coordinación, bien por discrepancia en la manera de resolverlo. Tanto es así que, teniendo en cuenta que hablamos de una legislatura que ha incluido una pandemia, una guerra, una oposición de derechas embrutecida y hasta maniobras hostiles en los altos tribunales, alguien debe poner fin a esta situación que desangra las posibilidades de la izquierda en año electoral. En política hay algo mucho peor que equivocarse, y es pretender enmendar el error con una escapada hacia adelante que arrase todo a su paso.