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Mala hierba

Especulación energética, golpe de Estado a la democracia

Portada Daniel Bernabé

Escuchando a la ministra Teresa Ribera a propósito de la escalada de precios de la luz he recordado el acrónimo TINA, que no es un nombre de mujer, sino las siglas de There Is No Alternative, es decir, no existe alternativa. TINA empezó a utilizarse por Margaret Thatcher en los ochenta, que internacionalmente debería ser nombrada por la ONU como “la década donde todo empezó a joderse”. Más tarde, en la crisis de deuda soberana de 2011, de forma nada casual, políticos como David Cameron o Angela Merkel volvieron a utilizar este acrónimo. TINA significa algo muy concreto: la inexorabilidad del mercado, que la política sólo admite un camino, el de plegarse a las finanzas o, recurriendo al refranero, lentejas, si quieres las comes y si no las dejas.

Este “abandonad toda esperanza” es lo que quien sitia una ciudad dice al enemigo para que su moral decaiga y deponga las armas. Cuando alguien dice que no hay alternativa, puede estar describiendo una situación real, pero, si se aplica a la economía, su intención es que nadie proponga alternativas al neoliberalismo, que no es más que el pensamiento talibán de los ricos. Lo que nos debería poner en alerta es que quien nos ha dicho que no hay alternativa no es quien asedia la ciudad, sino precisamente quien se supone que ha sido elegida para defenderla, en este caso la ministra Ribera. El problema no es sólo que se diga qué es lo que no se puede hacer, sino que ni se explique por qué ni se acompañe de una propuesta alternativa. Si además se pide empatía a las eléctricas porque, por lo visto, los sentimientos también cotizan en bolsa, pasamos de la incapacidad a lo pueril.

La escalada de precios de la luz es un tema que empieza a quemar. En primer lugar por su efecto real en la economía, tirando de la inflación, elevando el gasto que las familias dedican a este apartado o ralentizando el crecimiento económico de las empresas. Pero quema, también, por sus implicaciones políticas. Nadie parece atreverse a señalar cuáles son las razones últimas de que el poder democrático elegido por los ciudadanos no pueda actuar contra algo que daña a esos ciudadanos. Así no sólo se perjudican las aspiraciones electorales de un Gobierno, así lo que se alimenta es la crisis de legitimidad de nuestro sistema político.

Ribera explica que la normativa europea no permite regular los precios de la luz, lo que significa que, de hacerlo, nos veríamos expuestos a multas y demandas millonarias que perderíamos frente a las compañías energéticas. El artículo 5 de la directiva 2019/944, la que regula el mercado eléctrico, permite una intervención en el precio sólo para “clientes en situación de pobreza energética y vulnerables”, remitiéndose, además, al artículo 3, el que establece como principio inexcusable la libertad de mercado en este sector. Unidas Podemos, sin embargo, ha propuesto regular los precios acogiéndose al artículo 5. La pregunta que deberíamos hacernos a continuación no es quién entiende mejor las leyes europeas, si PSOE o UP, sino cómo es posible que una norma europea impida a un Gobierno regular el precio de un bien básico y estratégico como el de la energía.

La respuesta a esa pregunta es la que nadie parece querer hacerse. Leyendo la directiva, los ciudadanos han sido transformados en consumidores, y palabras como elección, libertad o flexibilidad aparecen en cada párrafo del articulado. En el idílico mundo neoliberal, la libre competencia regulará por sí sola el mercado, ofreciendo precios competitivos a los clientes que podrán elegir con total libertad cuál oferta prefieren: la realidad es bien distinta. La realidad es que la única libertad que consagra esta directiva europea es la de las empresas eléctricas para que nadie les diga lo que tienen que hacer, siendo ese “nadie” la democracia y ese “hacer” el poder lucrarse de manera inmoral con un bien básico. Uno producido además con recursos comunes como el agua, el viento o el sol. La reforma eléctrica del Gobierno de Rajoy en 2012 ayudó en gran medida a permitir este saqueo de los bienes públicos para el interés privado.

¿Y la derecha? Pues, bien en el ámbito económico bien en el político, sólo sabe achacar la subida a la “excesiva regulación y a los impuestos”. Esto es hacer el caldo gordo a las eléctricas revistiendo sus intereses de populismo contra la fiscalidad redistributiva. Cada vez que alguien proponga bajar cualquier impuesto, en este caso unos cuantos miles de millones de euros que dejarán de llegar a las arcas públicas, debería explicar a continuación los recortes asociados a esa bajada impositiva: qué hospitales, colegios o carreteras van a dejar de hacer y mantenerse, o cómo se hubieran pagado los ERTE. De hecho, el problema no es la “excesiva regulación”, sino que esa regulación está redactada no para favorecer los intereses de la mayoría de ciudadanos, sino de una minoría: los inversores. La derecha, en este tema y en tantos otros, se queja precisamente del modelo que su ideología neoliberal ha creado, poniendo el cazo populista de la indignación para recoger los frutos electorales ante la incapacidad de la izquierda, atada de pies y manos, de poder situar los intereses de todos por delante de los mercados.

De hecho hay un problema añadido y es que esos inversores han dejado de ser nacionales. Un inversor parece una figura benéfica, es decir, alguien que emplea su dinero para desarrollar un sector y a la larga obtiene beneficios en la operación. El problema es cuando ese inversor tiene una mirada netamente especulativa, buscando el mayor beneficio en el menor tiempo posible, justo la política que siguen los fondos buitre. Estos fondos tienen importantes paquetes accionariales en todas las eléctricas, pero no sólo, sino que también se han introducido en multitud de sectores, estando presentes en 18 de las 35 empresas del IBEX, teniendo intereses en epígrafes de gran importancia social como la vivienda.

No es así extraño que Pedro Sánchez se reuniera en su viaje a Estados Unidos con Larry Fink, CEO de Blackrock, antes que con Joe Biden. ¿Permitirían estos fondos que se tocaran sus intereses en las eléctricas, uno de sus valores más jugosos, sin amenazar con retirar sus fondos de los demás sectores? Lo paradójico es que los ricos españoles, esos que además financian a los ultras de nacionalismo español exacerbado, invierten cada vez más dinero en estos fondos antes que directamente en la economía nacional: una auténtica y efectiva secesión de clase, el procés de los que llevan la rojigualda en la muñeca pero tienen el corazón en Wall Street.

Toda esta situación, que como ven ustedes va mucho más allá del mero interés personal de las puertas giratorias, alcanza su punto álgido en el vaciado de las presas, para situar a la hidroeléctrica como la energía que más ha encarecido la factura en estos meses, incluso más que el gas, al que se culpabilizaba a principios de verano de ser el principal problema. Una energía, cabe recordar, que a diferencia del gas no hay que importar y cuyas instalaciones han sido amortizadas hace décadas. Si a eso le sumamos que las facturas han sido infladas por los comercializadores, podemos deducir que las eléctricas han pasado ya a la fase de negocio macarra: hacemos lo que queremos cuando queremos. La CNMC, mientras, más que como un árbitro vigilante se comporta como la cuidadora anciana de un jardín de infancia: cuando los críos se desmandan intenta controlarlos con caricias.

Además del opíparo negocio, uno con una regulación trilera, unas empresas desbocadas y unos inversores inmorales, existe un elemento de guerra política soterrada para evitar que la socialdemocracia pueda ser percibida de nuevo como alternativa, es decir, el fin de TINA. La excepcional situación pandémica provocó la mutualización bajo el paraguas UE de la deuda soberana, algo que privó a los fondos buitre de una suculenta presa, como ya sucedió en la crisis de 2011. Y ésta es una situación coyuntural que el entramado financiero internacional necesita que no se vuelva norma ni posibilidad. Que al Gobierno español, uno de los pocos de izquierdas dentro de esa UE, le salieran sus planes de reforma, provocaría probablemente un impulso en esta dirección en otros países de la Unión, que podrían ver con esperanza el ejemplo español y, por tanto, caminar hacia un modelo diferente al actual: que cuatro vivos se lo lleven crudo practicando inversiones extractivas contra la mayoría. Que el Gobierno español caiga al mostrarse incapaz de atajar estos problemas evitaría un nuevo rumbo: aquel donde la democracia vuelva a estar por encima de las finanzas.

Soy pesimista. La parte socialista de este Gobierno no parece dispuesta a encarar el problema energético más que con nuevas bajadas de impuestos. Si España no puede cambiar la regulación de precios dentro de la UE, y este sería un debate interesante, si no está dispuesta a arriesgarse esgrimiendo el artículo 5 de la directiva, considerando a toda la población en situación de riesgo, algo jurídicamente complicado pero políticamente audaz, al Gobierno le queda la resignación y dejar que la derecha capitalice de forma hipócrita el descontento. O atreverse con una eléctrica pública, una que dentro del mercado situara los precios en la realidad del coste y no en la necesidad de la especulación. Un camino a largo plazo, donde habría que revisar a cara de perro las concesiones de todo aquello que fue público y el uso que se da a las nuevas infraestructuras energéticas: ¿vale de algo aún el artículo 128 de nuestra Constitución, aquél que explicita que toda la riqueza del país está subordinada al interés general?

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