Somos animales de costumbres, sólo así se entiende que llenemos el calendario de eventos que se repiten en cada vuelta al sol. Estas fechas señaladas son como hitos en el mapa del tiempo: nos valen para no perdernos, para que incluso cuando no sepamos hacia dónde andar tengamos una referencia de que hay cosas que siguen como siempre. Nos gusta la costumbre y la repetición porque nos agrada lo conocido, el resguardo de lo que ya hemos visto en una vida que, en esencia, es un manantial de indeterminación.
De todos estos eventos, las navidades son el más importante porque ocupan algo más de dos semanas si atendemos a los días cruciales y un mes largo si tenemos en cuenta el primer encendido de las luces. También porque cuentan con una liturgia propia que, en el caso de España, comienza con el sorteo de la lotería, el día 22 de diciembre, y acaba con la llegada de los Reyes Magos, el 6 de enero. Al menos una vez al año, justo cuando este finaliza, sabemos qué esperar en una especie de venganza frente a lo inesperado.
Las navidades son, por supuesto, onomástica de la figura central del cristianismo, que esta religión superpuso, como casi todo, a tradiciones más antiguas para que nadie pudiera eludir la celebración. Primera enseñanza que nos dejan: no innoves, construye sobre lo ya edificado, añade tus costumbres a los ciclos preexistentes. En estos días, los del solsticio, las sombras alargadas, prácticamente de tarde en plena mañana, nos recuerdan que ha llegado el invierno. Sol breve, pero invicto, que irá reclamando su sitio en algo más de ochenta días de cielos rasos, vaho en las calles y andar apresurado de frío en cada paso.
Por eso, no acabo de entender demasiado bien esa pretensión de querer recuperar “el verdadero espíritu de las navidades”. Unas fiestas que son un pastiche histórico no pueden esperar más que la transformación, estar expuestas al cambio mediante el añadido de elementos que hacen fortuna entre la gente que las celebra. El sorteo televisado de la lotería data de finales de los años cincuenta, la costumbre de las doce uvas de finales del siglo XIX, la aparición de Papa Noel en nuestras tierras, como mucho, de alrededor de los años 70. Llamamos tradición a lo que no es más que un engaño colectivo que todos asumimos para creer que lo que aparece nuevo, y nos gusta, siempre ha estado ahí.
Estos días, la ultraderecha tampoco descansa y he de decirles que es bastante divertido verles soltar bilis por sentir mancillada eso que llaman navidad tradicional que, como les decía, como mucho data de mediados del pasado siglo. Se sienten molestos porque el arbolito manda sobre el belén, porque hay demasiados hijos de inmigrantes cantando la lotería y porque Cristo es sepultado por toneladas de anuncios de colonias. No entienden que el problema no se halla en una supuesta perversión de la contemporaneidad, sino simplemente en el triunfo del capitalismo. Todo sucede de una manera determinada si alguien puede sacar beneficio de ello, punto.
Llamamos tradición a lo que no es más que un engaño colectivo que todos asumimos para creer que lo que aparece nuevo, y nos gusta, siempre ha estado ahí
Para restaurar las esencias, atención, han decidido llenar las redes sociales de estampas con imágenes de lo que creen tradicional. Nacimientos donde la rojigualda arropa al niño, se ven soldados rodeándolo e incluso al propio Cristo crucificado observando su cuna entre la paja, en una paradoja temporal bastante absurda. Estos elementos, más una estética cuestionable, un sucedáneo de barroco con los colores saturados, nos advierten de que tras el diseño de estas imágenes no se encuentra ninguna persona, sino la inteligencia artificial, que devuelve, mejor deberíamos decir regurgita, sus frustraciones.
La anécdota, una más en la peligrosa tragicomedia que los ultras no paran de representar, nos explica, sin embargo, dos cosas. La primera es que si pudiendo elegir alguna adoración de Velázquez o Murillo, los defensores del acervo se decantan por una imagen de síntesis generada por IA, además de idiotas, carecen de gusto por completo. La segunda, también de interés, es que la tradición, que encontramos más confortable cuando el futuro es incierto, es la coartada que elige siempre la ultraderecha para erigirse en su guardiana frente a un peligro que la pervierte, cuando a menudo ese peligro no es más que el propio sistema económico funcionando. Es decir, los custodios del orden se alimentan de los conflictos que ese mismo orden produce.
Por eso, el mejor antídoto frente a las tradiciones no es ni cargar contra ellas ni pretender mantenerlas inmutables, sino entenderlas como lo que son, arbitrariedades que nos hacen sentirnos bien en un devenir más agitado de lo que nos gustaría. Que las tradiciones varíen o permanezcan no depende enteramente de nosotros, ni forma parte de ninguna extraña conspiración, sino que tan sólo es el producto del baile entre sociedad, tiempo, novedad y costumbre. Para mí, las navidades son todo eso que ustedes conocen y comparten pero también ver, cada año, La Cosa, de John Carpenter. Creo que porque transcurre en la nieve, puede que porque me recuerda que el mal adopta cualquier forma y eso, en estos tiempos, nunca está de más saberlo.
Somos animales de costumbres, sólo así se entiende que llenemos el calendario de eventos que se repiten en cada vuelta al sol. Estas fechas señaladas son como hitos en el mapa del tiempo: nos valen para no perdernos, para que incluso cuando no sepamos hacia dónde andar tengamos una referencia de que hay cosas que siguen como siempre. Nos gusta la costumbre y la repetición porque nos agrada lo conocido, el resguardo de lo que ya hemos visto en una vida que, en esencia, es un manantial de indeterminación.