De la entrevista en Salvados a Alberto Rodríguez el pasado domingo, sobre todo cabe destacar la sensación de buena persona que transmitió el diputado canario. La contundente sencillez de sus palabras, unida a una notable conciencia de clase, nos recordó a muchos esos momentos de mitad de la década pasada donde tantas cosas parecían posibles. Sin embargo, hubo un pasaje poco destacado que convendría señalar por su valor y honradez. A la pregunta de si era más fácil vivir contra Rajoy, Rodríguez respondió que sin duda, que en la oposición las propuestas siempre iban enfocadas al máximo pero que en el Gobierno, aunque hubiera que rebajarlas, era donde se conseguían resultados. Este pasaje señaló uno de los principales problemas latentes a los que se enfrenta la izquierda en España.
Uno que, si me permiten el protagonismo, los que escribimos hemos notado antes que nadie. “Me gustabas más en tus primeros discos” es lo que leo en no pocas críticas en redes sociales, más que a lo que se escribe, a lo que otros dicen que se escribe, que suele ser la dinámica habitual de lo digital. Dejando a un lado este ponzoñoso operar en las redes, quien escribe siempre ha de tener un ojo atento a lo que dicen sobre su trabajo, lo primero por mejorarlo y lo segundo por respeto a los lectores, que son quienes te dan de comer. Lo cual no implica darles la razón siempre, como un maitre pelota en un restaurante para ricos, sino saber separar los que profesan razones de los que exudan inquina pero, sobre todo, olfatear bien cuáles de esas razones están influidas por las contradicciones de época, unas de las que quien escribe no es responsable.
Y ahí empezamos a encontrar el primer punto interesante sobre el que se asientan estas decepciones sobrevenidas, no sobre si antes uno tocaba la batería del teclado con más brío que ahora. El contexto es que toda la izquierda presente en las instituciones está, de una u otra manera, vinculada con el Gobierno. Unidas Podemos como parte integrante, pero el resto de partidos, incluidos los nacionalistas, firmando acuerdos con el mismo. Y eso, el tener que gobernar o entenderte con quien gobierna, ha dejado muy poca libertad de maniobra a las promesas e ilusiones de cambios bruscos y profundos. Por otro lado, que nadie se engañe, en la izquierda extraparlamentaria no se registra un mayor crecimiento o presencia en sociedad, lo cual ya nos señala que los de la bandera de la decepción sólo la agitan en la intimidad de su hogar. Lo de exigir movimiento está bien, lo de empujar para que suceda, mucho mejor.
Y es aquí cuando habría que enfrentar lo esencial: si la presencia de la izquierda en el Gobierno es o no decepcionante. La cuestión debería dilucidarse respecto al acuerdo de coalición con el PSOE, uno que está costando sacar adelante en cada punto firmado, sin olvidar ese pequeño detalle llamado pandemia, que se ha comido tres cuartas partes del tiempo y los esfuerzos hasta la pasada primavera, cuando la vacunación empezó a funcionar y las derechas, políticas, mediáticas y judiciales, se quedaron sin argumentos para acabar abruptamente con el Gobierno. Insisto, determinados acontecimientos que tuvieron lugar en España en los meses del confinamiento rozaron el golpismo.
Pero el problema, en el fondo, no es el acuerdo de coalición. De aquellos doce puntos, algunos como la ley del “solo sí es sí” o la eutanasia ya se han aprobado. Los referidos a las casas de apuestas, la energía, la vivienda o la ley mordaza han dado resultados parciales, en todo caso valorables en el futuro inmediato, por el lapso entre su implementación administrativa y lograr los efectos declarados en el texto legal. Aspectos como el conflicto catalán o la memoria histórica han pasado a un segundo plano. Otros como el Ingreso Mínimo Vital, que no estaban incluidos en el acuerdo, han fracasado claramente, pero a cambio se obtuvo un éxito rotundo con los ERTE y se ha avanzado en el reciente acuerdo de pensiones. Por último, el rugby respecto a la reforma laboral y la reforma fiscal continúa estando más cerca de conseguirse el primer aspecto que el segundo. Es decir que, atendiendo a este somero repaso a una mitad legislatura tan atípica, no es cierto afirmar que Unidas Podemos no esté consiguiendo resultados.
El problema de la decepción se produce fundamentalmente por una cuestión de comparación con las expectativas generadas en la anterior década respecto a las posibilidades reales que otorgan cinco carteras en un Gobierno, la mayoría de escaso peso presupuestario. Y es ahí donde Unidas Podemos, o el espacio resultante encabezado por Yolanda Díaz, deberá incidir si quiere solventar algo, que por nombrarlo más específicamente, más que decepción habría que calificar de desengaño emocional. El de una generación que fue golpeada por la Gran Recesión al comienzo de su vida adulta y que ahora ha visto desequilibrarse todo, nuevamente, con la pandemia. Y ahí, cuando tus votantes entran en el epígrafe del desencanto, es cuando hay que tener cuidado.
Lo primero porque esa emoción se suele vehicular de manera contagiosa, sobre todo en el ecosistema de las redes sociales, donde renta más para nuestro yo social sumarse al carro del nihilismo cínico que al del realismo consecuente. Un ejemplo: hace cosa de un par de semanas volvieron a arreciar las críticas tras la enésima celada a Yolanda Díaz respecto a la derogación de la reforma laboral. La vicepresidenta afirmó, como ya hizo en febrero de 2020, que las leyes no se derogan, sino que se sustituyen por otras nuevas, que una cosa era el fetiche político y otra lo que se iba a hacer. Es decir, que para los críticos importó menos la realidad del asunto –unas nuevas leyes laborales van a sustituir a las pasadas–, que confirmar el sesgo de que incluso Yolanda Díaz nos fallaba. Si añadimos algunos sonoros adjetivos como “farsante” o “traidor”, nos quedarán unos tuits de indudable impacto emocional pero de nulo contenido político. No hay mayor mentira que el derrotismo cuando éste cotiza al alza en el mercado de las atenciones.
¿Este repaso significa entonces que hay que rendirse ante la abnegación de lo posible? Significa asumir que los límites de la política real son los que marcan las posibilidades. Y que si se quiere que esas posibilidades de transformación sean mayores, lo que habrá que variar son esos límites. Para empezar por lo inmediato no es igual entrar a un Gobierno con 35 diputados que con 70. Ni hacerlo en un momento de reflujo de movilización social que en otro con las calles llenas. Además, quien no tenga en cuenta la correlación de fuerzas con el poder de la derecha, uno que va más allá del parlamento y que se extiende por los demás resortes de poder, formales e informales, diáfanos y ocultos, no estará haciendo política real sino aventurerismo de la peor especie.
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Esto sin entrar a valorar los grandes fetiches que todos repetimos en la pasada década y que, sencillamente, no eran posibles, sobre todo tras la constatación de la derrota de Syriza. Es decir, que quien no tenga en cuenta cómo articular un proyecto de cambio con respecto a la UE y al contexto internacional, les estará engañando. Que quien pase por alto la cuestión central de la financiación mediante deuda soberana expuesta a los mercados financieros internacionales, les estará vendiendo una moto. Que quien les hable de planificación económica sin ni siquiera tener un proyecto evolucionado del Cibersyn del Chile de Allende, estará fabulando pero no haciendo política útil. Siento la decepción, pero quien cuenta lo que sucede no tiene la culpa de que la izquierda lleve demasiado tiempo en un proceso de huida y reinvención que ha tenido más en cuenta la narrativa que la economía.
Pueden pensar que todo esto está escrito porque una vez una ministra se hizo una foto con mi libro o porque hablar en un programa de radio a nivel nacional es siempre más atractivo que hacerlo en una radio comunitaria de barrio. En algo están en lo cierto cuando piensan que todo eso cambia la perspectiva: conocer al poder más de cerca te hace saber lo adulterado, difícil e inmisericorde que resulta pretender cambiar esta sociedad en el año 2021. Tener posibilidad de llegar a más gente con tu trabajo te acarrea la necesidad de afinar el mensaje: el mismo contenido pero comprensible para una mayoría que se sitúa fuera del cómodo lenguaje de museo y parroquia.
Créanme, situar unos principios identitarios por encima de unas posibilidades reales a algunos nos saldría mucho más rentable: se venden muchos más libros hablando de la revolución o el apocalipsis que sobre el mundo que nos ha tocado. Pero quien se pone delante de un teclado no debe venir a hacer amigos, ni a curar complejos, ni a alimentar prejuicios. Tampoco a escribir lo que ustedes quieren leer, sino lo que sucede, con todo el sesgo que uno arrastre pero con toda la honradez que pueda. Es lo que hay y así se lo seguiremos contando.
De la entrevista en Salvados a Alberto Rodríguez el pasado domingo, sobre todo cabe destacar la sensación de buena persona que transmitió el diputado canario. La contundente sencillez de sus palabras, unida a una notable conciencia de clase, nos recordó a muchos esos momentos de mitad de la década pasada donde tantas cosas parecían posibles. Sin embargo, hubo un pasaje poco destacado que convendría señalar por su valor y honradez. A la pregunta de si era más fácil vivir contra Rajoy, Rodríguez respondió que sin duda, que en la oposición las propuestas siempre iban enfocadas al máximo pero que en el Gobierno, aunque hubiera que rebajarlas, era donde se conseguían resultados. Este pasaje señaló uno de los principales problemas latentes a los que se enfrenta la izquierda en España.