Afganistán es un teatro. Los personajes simulan sobre un escenario lo que les gustaría ser. Los civiles son extras en su película. Se interpretan a sí mismos condenados a una vida medieval con armas del siglo XIX. No importa qué obra esté en cartel, a ellos les toca sangre, maltrato y muerte. No hay escapatoria. Lo impone el guión desde hace 40 años, o desde hace siglos.
EEUU representa en esta obra al victorioso inmerso en una retirada que concluirá en 2014. El Gobierno local de Hamid Karzai despliega una gobernanza de la que carece; no es más que un alcalde de Kabul; a veces ni eso, como se demostró esta semana con el ataque al hotel Ariana, base de la CIA, y al palacio presidencial. También actúan en la obra los talibanes; se exhiben como víctimas de una intervención exterior cuando son causantes de la desgracia de millones de mujeres. También simulan los señores de la guerra, aliados de la OTAN, que se presentan como hombres de Estado.
Pocos han dicho la verdad estos años. Tuvimos la oportunidad de escuchar a Malalai Joya en 2003. Quizá nos hubiera ahorrado la derrota, la estafa para miles de afganos que creyeron en las promesas de Occidente.
El fotógrafo británico Simon Norfolk utiliza desde hace años una cámara de caja de madera. Son populares en Afganistán. Conocí a uno llamado Amín que trabajaba junto al centro de amputados de la Cruz Roja en Kabul. En 2009 había realizado 477.000 fotografías. Amin no sabía nada del mundo digital, no le gustaba la fotografía. Para él era como realizar esas fotos tipo carné, como ir a la oficina.
Norfolk es importante porque sus fotos son el verdadero Afganistán, como las de Guillermo Cervera.
En esas instantáneas no salen marines agachados envueltos en una nube de polvo, helicópteros Chinook aterrizando, afganos de rostro impertérrito tocados con un turbante, mujeres encarceladas bajo un burka y niños revoloteando. En las de Norfolk y Cervera sale el otro Afganistán, el que no vemos, el que nunca hemos visto.
Existe una foto, una crónica global que lleva 12 años dando vueltas. Casi nadie se atreve a romper el círculo informativo. Sin información es imposible ganar la guerra.
El documental Restrepo de Sebastian Junger y Tim Herthington expresa esa realidad brutal de la guerra, su olor y locura. Es un documental clave porque escapa a los cánones de lo que se cuenta y de cómo se cuenta. Herthington murió más tarde en Misrata, Libia, un lugar maldito.
En el barrio de Qalai Mosa, en Kabul, se conserva un pequeño cementerio llamado de los ingleses. Al lado, sobre una ladera, hay otro islámico que compite en transcendencia. El extranjero está repleto de lápidas con nombres de soldados que murieron en las guerras afgano-británicas de 1839-1842 y de 1878-1880. Los que se lanzaron a la guerra contra el terror en noviembre de 2001 debieron visitarlo antes.
La historia enseña errores que los hombres que la ignoran se empeñan en repetir. La guerra que hoy se pierde como la perdieron los británicos dos veces en el XIX y los soviéticos en el XX.
EEUU busca una salida digna, como en Irak, un escenario -¡siempre el teatro!- que permita simular una victoria, vender a las madres y padres que perdieron a sus hijos que todo mereció la pena, que era una guerra contra el terror, por la libertad. Para lograr que se represente ese obra, Barack Obama necesita pactar con los talibanes y los talibanes, que también hacen teatro, juegan a lo mismo porque saben que esta es una guerra que no pueden ganar ahora, la ganarán después, cuando se hayan ido todos los soldados extranjeros y sus aviones B-52.
Los estadounidenses tienen el reloj; los talibanes, el tiempo.
Habrá negociaciones a través de la oficina talibán recién creada en Qatar, un país que juega varias partidas diplomáticas simultáneas y se permite cambiar de rey en medio de todas ellas. Llevan años hablando de forma indirecta.
La novedad es que esta vez es con visibilidad, que se reconoce públicamente. Karzai, que no deja de ser un peón de EEUU, rechaza las negociaciones. Es parte de su papel en el tercer acto: hacer mucho ruido y mostrarse ofendido.
Haya acuerdo o no, tiene poco futuro Hamid Karzai. Odiado por los talibanes, ignorado por su pueblo, despreciado por EEUU y sus aliados. Es un peón a sacrificar. Tras 12 años y miles de muertos, Karzai ha quedado reducido a su capa verde que tanto gustó en su primer viaje a Nueva York. Parecía un presidente de pasarela, un modelo exótico de Armani. Y ahí sigue 12 años después, encantado con su disfraz.