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El miedo

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Baltasar Garzón

El miedo nos lleva a dar lo peor de nosotros mismos, omite el razonamiento y nos induce a cabalgar, obcecados, hacia un horizonte desconocido en que creemos que todo puede pasar, aunque nada sabemos de cierto. Es un temor atávico, que está implantado en nuestro ADN proveniente de las combinaciones de miles de antepasados que ya vivieron sus propias pesadillas y nos las han legado a lo largo de la historia. El mismo terror sentido por las civilizaciones antiguas ante los dioses vengativos a los que se dedicaban sacrificios; que llevó a quemar a mujeres en Europa acusándolas de brujas; el que condenó al aislamiento a afectados por la peste o a los leprosos; o estigmatizó a cristianos, a musulmanes, a negros, a judíos, a gitanos, a los discrepantes…

Cuando ese miedo se incrementa de forma intencionada o inconsciente, las personas pierden el elemento de raciocinio que les hace humanos y llegan a considerar culpables a las víctimas, señalándolas, increpándolas, pidiendo su confinamiento o su exterminio. Es algo que he tenido delante demasiadas veces, la realidad de cómo el miedo a lo que no se ve, lleva a señalar a quienes sufren sus efectos, como causantes del propio mal que padecen. Todo genocida emplea argumentos que apuntan a quienes ataca como origen del problema consiguiendo arrastrar a otros seres, que merman o pierden su condición de personas, cuando se aferran a ese guía que les empuja en una carrera homicida.

La frontera entre el miedo y la frialdad puede ser muy tenue. Transponerla es peligroso. José Saramago escribe en su genial obra Ensayo sobre la ceguera:Ensayo sobre la ceguera “Hay tanto miedo ahí fuera que pronto van a matar a las personas cuando descubran que se han quedado ciegas…” Y en otro párrafo: “El miedo ciego, dijo la chica de las gafas oscuras. Son palabras ciertas, ya éramos ciegos en el momento en que perdimos la vista, el miedo nos cegó, el miedo nos mantendrá ciegos”. El premio Nobel alerta de los tiempos sombríos en que vivimos y de la necesidad de reaccionar planteando una mirada crítica sobre la realidad y sobre nosotros mismos, algo muy necesario en épocas de excepción como las que vivimos.

La RAE define el miedo como la angustia por un riesgo o daño real o imaginario e introduce aquí un concepto imprescindible para entender lo que ocurre, el de esa angustia que acompaña al miedo como una sombra y hace que, con tal de calmarla, nos dejemos llevar más allá de donde la conciencia y el sentido común aconsejan.

En este caso, se apuntan oficialmente dos grupos de sinónimos o conceptos. Uno es aflicción, congoja, ansiedad. El otro, temor opresivo sin causa precisa. Creo que el más apropiado es el segundo, porque la zozobra que conlleva ahonda todavía más en la falta de sensatez, en la ceguera que Saramago denuncia y que resulta ser un bucle entre nuestro desasosiego escondido y la incapacidad de pensar serenamente. Esa angustia es la que se manifiesta en las compras compulsivas, en las mascarillas innecesarias, en la convicción de que todo bulo presentado por whatsapp es palabra de ley o en las miradas de recelo y desconfianza hacia el emisor de un carraspeo pertinaz en el interior de un transporte público.

El sistema y la credibilidad

Con gran falta de prudencia, existen auténticos profesionales en esparcir mentiras y exageraciones a los que se sigue en exceso, denotando falta de confianza en las instituciones, lo que se traduce en una falta de credibilidad en el sistema. Un sistema en el que diferentes actores políticos han creado el ambiente de que la acusación esté por encima del diálogo y la descalificación se imponga por encima de cualquier otro criterio, en este caso, por encima de la salud.

La mediocridad de estos personajes les hace indignos. No contribuyen a colaborar en que la calma permita a los ciudadanos afrontar la situación apoyándose en una pedagogía sanitaria imprescindible, sino que continúan atacando de manera más o menos solapada al oponente, como si estuvieran en unas elecciones perpetuas. Con su actitud dejan a la población al pie de los caballos, ausente como un boxeador sonado. Aún más, rozan la embestida a la salud pública cuando son conscientes de haberse puesto en riesgo de contraer la enfermedad y haciendo caso omiso, mantienen reuniones masivas entre toses, abrazando, besando, esparciendo entre sus seguidores miasmas como misiles.

En nuestra época resulta normal vivir en sociedad, y compartir espacios, sitios, centros, parques, calles o plazas; más aún, es incluso lo vital. El tiempo de vivir aislados ya terminó. La soledad a veces es una pesada carga, pero hasta hace pocas horas, era una opción libre. Ahora, con la pandemia del Covid-19 o coronavirus, se nos exige que abandonemos la vida en comunidad. Es la vuelta a lo pequeño, a lo familiar o incluso al alejamiento y a todo lo que signifique retiro del mundo exterior.

El caso es que nadie nos había preparado para ello. A veces, vivir en soledad es una situación impuesta por las circunstancias o una decisión personal, pero esta restricción de nuestras libertades de comunicación o deambulación nos lleva de la lujuria de los espacios compartidos, a la lucha por el espacio vital. ¿Qué pasará en una casa en la que viven, en un espacio mínimo, 15, 20 o 30 personas? Diferentes familias, que se alojan en una habitación en número de tres o cuatro almas, con servicios comunes, con el saloncito compartido por todos. Les aseguro que no es lo mismo aislarse en el palacio de la Moncloa o en el de la Zarzuela, o incluso en mi propia casa, que hacerlo en Lavapiés o en San Blas o para aquellos que no tienen techo. Me gustaría oír, al respecto, las medidas a adoptar en estos casos, en los que la convivencia entre aquellos a los que, unidos por la obligada conveniencia y ajenos al entorno familiar, resulta imposible aislar.

Un caballo desbocado

Esta crisis, antes o después, nos va a poner frente al espejo de lo que somos y de lo que valemos. Nuestros peores miedos están por venir. Lo grave es que hemos tenido tiempo y enseñanzas previas, en China o en Italia, y poco hemos aprendido. Se han permitido concentraciones en espacios abiertos y cerrados que, a la postre, han resultado ser focos de infección. No soy alarmista, pero ¿realmente es serio esto? Que nosotros los ciudadanos no sepamos como actuar, es lógico, e incluso que cometamos torpezas, pero que las instituciones o los políticos vayan a retranca, es lamentable.

Este sábado se ha declarado el estado de alarma en España, un instrumento que la Constitución dispone para poder abordar situaciones difíciles y proteger a la población. El viernes, Donald Trump proclamó el estado de emergencia para EEUU. Cada país, en los cinco continentes, está estableciendo los medios que considera indispensables para contener la amenaza. Es difícil asumir el alcance del trance internacional que la situación comporta, y más aún cuando esta nos afecta de cerca, en nuestro propio país, y por ello el miedo cabalga a sus anchas a lomos de un corcel desbocado sin más bridas ni dirección que la inercia de los acontecimientos.

Mientras, este sábado por la tarde el país esperaba con el alma en vilo conocer el contenido del decreto ley del Gobierno, la prensa más lesiva se dedicaba a destilar veneno contra un Ejecutivo ocupado en resolver la crisis, intentando enfrentar a los miembros de la coalición. A pesar de las inevitables divergencias, lo que Sánchez y sus ministros hacían era tomar las riendas del país en todos los aspectos, incluyendo las de las empresas privadas, entre ellas y muy especialmente del sector sanitario, con el ruido de fondo de las compensaciones del día después. Y debatir sobre cómo afrontar el problema de autónomos, trabajadores y empresarios. A la Moncloa le consta que el tiempo corre y las cifras de fallecidos y contagios aumentan de forma alarmante. Por eso establece medidas que sirven para proteger a la población a su pesar y a pesar de los terceros interesados en sus beneficios económicos. O de las reticencias de los presidentes autonómicos de País Vasco y Cataluña, preocupados ante la fuga de competencias que consideran supone la implantación del estado de alarma. Pero esa es la función de este instrumento constitucional con la finalidad de lograr la mayor eficacia.

Algún sector de la oposición no quiere ver que es imprescindible huir de la confrontación y dar paso al ejercicio de la política como servicio público. No es hora de cruzar imputaciones, sino de trabajar codo con codo, incluso comparecer públicamente unidos, para erradicar el miedo que, poco a poco, se nos está inoculando como un distribuidor masivo de contaminantes, peor que el propio Covid-19. Sin embargo, la noche del pasado viernes, resultaba patético contemplar a la presidenta de la comunidad de Madrid o al máximo responsable de la Junta de Andalucía lanzar reproches al presidente del Gobierno. Y este mismo sábado, las declaraciones de importantes líderes del PP parecían no tener en cuenta el drama que se está desarrollando.

La información, ahora más que nunca, debe ser responsable y exigir esa responsabilidad a todos, más allá de reproducir las buenas palabras de los políticos. Deben reunirse esos datos y analizarse adecuadamente, de modo que los mensajes sean coherentes y no se oigan voces de nerviosismo desde diferentes focos, sean estos personales o corporativos. Las peticiones de auxilio para obtener más medios o remedios sanitarios, no deben realizarse de cara a la opinión pública, porque no podemos hacer nada, más que asustarnos por esos supuestos desabastecimientos. No creo que sea buena esa muletilla constante de que no hay protección para los profesionales de la salud o para los que nos tienen que proteger, a la vez que, efectivamente, se les tiene que dotar de todo lo necesario. Me parece oportuna la decisión del Gobierno portugués que ha apelado, antes de que exista mínima propagación, a los facultativos jubilados

Campaña de apoyo

La fragmentación de la información, las fake news y las opiniones poco fundamentadas fake newso alegremente emitidas por los pseudo opinadores y pseudo expertos, hacen que unos reciban la noticia del cierre de colegios y universidades y se marchen a su segunda residencia; otros, ante lo que piensan que será una situación de extrema necesidad, se lleven de los supermercados todo lo que pillan, con predilección por el papel higiénico; aquellos se atrincheran y han decidido no trabajar; los hay que reclaman atención médica; otros son rechazados en hospitales y desatendidas operaciones urgentes; los hospitales privados probablemente no indican el impacto en sus propias instalaciones…

El Gobierno, dentro de la delicada acción que está realizando en que se mezclan tantas necesidades, sanitarias, sociales, económicas, de comunicación, de urgencia auténtica ante un enemigo invisible e implacable, debería apoyarse más en otros elementos de la sociedad, la cultura, el deporte, el arte o los youtubers que llegan a un sector importante, para que colaboren en realizar una urgente pedagogía utilizando su influencia entre diferentes colectivos. Campañas de acción socialmente higiénica que desmonten las patrañas que están llevando a esa angustia indeterminada que puede acabar provocando el miedo al otro que denuncia el coreano Byung-Chul Han en su libro La expulsión de lo distinto y lleven al ciudadano a asumir su propia responsabilidad.

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Por ello, la urgencia declarada para tomar medidas de emergencia nacional es absoluta, a todos los niveles. Por ejemplo, era difícilmente asimilable que el Consejo General del Poder Judicial y su presidente al frente, dejaran en manos de la buena voluntad de los diferentes órganos judiciales cómo actuar. Resultaba penoso que el más alto nivel de gobierno de los jueces obrase de esta forma tan inconsciente. Por eso han tenido que rectificar. Existen plazos, profesionales; hay órganos judiciales, investigados, testigos, abogados, personal judicial… que tienen derecho a la seguridad jurídica. El ejemplo de la Fiscalía General es el más adecuado y lo considero exportable a la empresa privada y a la pública. Se trata de establecer, mediante normas claras y precisas, cuál debe ser el protocolo de actuación y las medidas de prevención de nuestros derechos. Todas las estructuras sociales y económicas están afectadas y por ende, nadie debe ser perjudicado. En cuanto a las medidas económicas no se trata de saber quién puede o no pagar y con cargo a qué. Es un asunto de solidaridad internacional y no de conocer cuáles van a ser las pérdidas de las Bolsas y las empresas. Los economistas y organismos económicos deben actuar y proteger a la ciudadanía.

Estoy seguro de que el coronavirus no va a sobrevolar por encima de nuestras cabezas para retirarse. Ha llegado y se va a quedar. Lo que quiero decir con esto es que vivir en comunidad es un aprendizaje continuo; y además es un ejercicio de corresponsabilidad permanente. Respetar los derechos de los demás se traduce en cumplir nuestras obligaciones al igual que exigir a los otros el respeto y cumplimiento equivalente. No hay ni clases sociales, ni diferenciación por género, sólo hay trabajo solidario y coordinación absoluta y sanciones contundentes a quien no cumpla esas obligaciones.

"Lo único que puede agravar la situación es el miedo", decía el pasado martes Juan Roig, presidente de Mercadona, uno de los centros donde demostraron su angustia los consumidores, arrasando las estanterías. Es posible que desde la amenaza a ese bienestar que ahora nos sobrecoge, necesitemos ayuda para contrarrestar la ansiedad que esparcen algunos canallas. Hay que reflexionar desde la cordura y ayudar en esa introspección antes de que los caballos del miedo galopen a su albedrío, reine la paranoia y acabemos siendo todos víctimas, unos contra otros, del virus y de la falta de escrúpulos.

El miedo nos lleva a dar lo peor de nosotros mismos, omite el razonamiento y nos induce a cabalgar, obcecados, hacia un horizonte desconocido en que creemos que todo puede pasar, aunque nada sabemos de cierto. Es un temor atávico, que está implantado en nuestro ADN proveniente de las combinaciones de miles de antepasados que ya vivieron sus propias pesadillas y nos las han legado a lo largo de la historia. El mismo terror sentido por las civilizaciones antiguas ante los dioses vengativos a los que se dedicaban sacrificios; que llevó a quemar a mujeres en Europa acusándolas de brujas; el que condenó al aislamiento a afectados por la peste o a los leprosos; o estigmatizó a cristianos, a musulmanes, a negros, a judíos, a gitanos, a los discrepantes…

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