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Se fue el caimán

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Ha costado 37 años, un extraño golpe militar, la presión de la calle y la mediación de varios países para que Robert Mugabe, el padre de la independencia de Zimbabue, aceptara dejar el cargo. Él se va, pero se queda su partido el ZANU-PF, tan corrupto como el presidente eterno (Mugabe tiene 93 años).

El ZANU-PF será el encargado de pilotar la transición hasta unas elecciones. Aunque están previstas en agosto de 2018, nada se da por seguro. El jefe de los alzados, el general Constantine Chiwenga, habló de toma del poder provisional. Pero ni siquiera está claro que los militares lo hayan tomado.

Fue el Parlamento no disuelto en el presunto golpe el que inició los procedimiento de destitución del presidente. Su partido está a favor, menos un grupo de diputados llamado el G40. Solo le quedaba la dimisión como salida digna, supongo que tras algún tipo de acuerdo que garantice su seguridad y la de su familia.

El vicepresidente hasta hace dos semanas, Emmerson Mnangagwa, de 75 años, es una de las figuras claves de esta opereta. Veterano en la lucha por la liberación y ex jefe del espionaje tiene estrechas relaciones con los mandos militares que han dado el golpe, más palaciego que de Estado.

El presidente le destituyó para situar en su lugar a Grace Mugabe, su mujer, el icono de la corrupción, uno de los personajes más odiados y temidos del país. La posibilidad de que acabara de presidenta precipitó los acontecimientos. El golpe es más contra ella que contra su marido.

Razones para destituirle había muchas desde febrero de 2000, cuando inesperadamente perdió un referéndum para la reforma constitucional. Para salvar el poder se convirtió en un tirano.

La era posMugabe empieza con los mismos mimbres y una loca carrera del sálvese quién pueda, menos los del G40 que apoyan a Grace Mugabe, que parecen los 40 de Ayete del franquismo.

La oposición no vive sus mejores momentos y no parece que el Ejército ni el vicepresidente Mnangagwa estén por la labor de ceder el poder. Hay mucho dinero en juego.

No habrá democracia, tal vez, pero entre la tiranía y un sistema de ciertas libertades, con elecciones más o menos limpias, hay varios grados. Se buscará alguno presentable. La clave de su éxito será económica. Uno de los países más ricos de África, que exportaba alimentos, es hoy uno de los más pobres.

Mugabe estuvo muchos años, desde antes de la independencia de Zimbabue en 1980, entre los grandes líderes africanos, jefe de una guerrilla que luchó para expulsar a los británicos de la antigua Rodesia. Fue el hombre de Estado que supo pactar con la metrópoli una independencia que garantizaba por 20 años las mejores tierras a los colonos blancos. No era un asunto de justicia, sino de pragmatismo.

Entre 1980 y febrero de 2000, Mugabe se codeó con la élite de los grandes padres de las Áfricas. Era uno de ellos junto a los Kuame Nkrumah, Julius Nyerere, Nelson Mandela o Leopold Sédar Senghor. Su país atraía a millones de turistas gracias a sus parques naturales y a las cataratas Victoria. Todo se estropea con el referéndum perdido y el miedo a dejar un poder que le garantizaba inmunidad.

Antes del referéndum pasaron algunas cosas en África: el genocidio ruandés, en el que un gobierno de radicales xenófobos, apoyados por Francia, asesinó en la primavera de 1994 a cerca de 800.000 tutsis y hutus moderados. Ese gobierno de asesinos encarnado por el Poder Hutu y sus milicias interhamwes (los que matan juntos) fue evacuado por la Francia de Mitterrand al este de Zaire, hoy Congo-Kinshasa donde se organizaron unos gigantescos campos de refugiados para dos millones de hutus. No todos eran asesinos, la mayoría solo tenía miedo. El Poder Hutu llegaba a sus aldeas y ordenaba la evacuación; aquellos que se negaban eran considerados traidores y asesinados.

La Ruanda de Paul Kagame, el jefe de la guerrilla tutsi que reemplazó en el poder al Poder Hutu, estaba harta de las incursiones militares en su territorio desde suelo congoleño. Los campos de refugiados eran la fuente de ingresos del Poder Hutu. Ellos controlaban la ayuda humanitaria, con el beneficio invertían en la compra de armas. Los mismos países que mandaban comida, vendían armas.

Kagame ordenó el ataque a esos campos para acabar con su problema militar. Uganda, entonces aliada de los tutsis, también quería cruzar su frontera para acabar con las guerrillas que hacían frente a Ioveri Museveni. Utilizaron de tapadera a Laurent Kabila, un guerrillero congoleño en paro revolucionario a quien el Che Guevara consideró inútil para cualquier empresa seria.

Esa rebelión acabó con los campamentos hutus primero y con Mobutu Sese Seko siete meses después. Tropas ruandesas y ugandesas cruzaron la frontera para acabar con sus respectivas guerrillas. Fue otra matanza que no diferenció demasiado entre asesinos y civiles. También aprovecharon para hacer caja.

En agosto de 1998, descontentos con la labor de Kabila en el “trono” de Kinshasa trataron de derrocarle. El fracaso del golpe pro tutsi provocó una gran guerra africana en la que participaron Burundi, Sudán, Chad, Namibia, Angola y Zimbabue. Mugabe se puso del lado de Kabila, que le premió con concesiones mineras. Mientras Mugabe y su entorno hacían dinero a espuertas, Zimbabue se desangraba debido al esfuerzo militar. La pérdida del referéndum de 2000 fue la consecuencia del descontento.

Es milagroso que haya sobrevivido tantos años porque la economía está hoy peor que nunca. En 2000 optó con confiscar las granjas de los blancos. Lanzó a sus veteranos para ocuparlas. Los acuerdos de la independencia con Londres habían garantizado 20 años de respeto a la propiedad de los colonos.

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En esos 20 años, Mugabe fue incapaz de crear una élite negra de agrónomos capaces de reemplazar a los blancos sin perder un ápice de productividad. Existía algo intermedio, unos campos comunales de pequeños agricultores. Cuando se incautó las tierras no confió en ellos sino que aprovechó el botín para premiar a sus amigos, muchos de ellos veteranos de la guerra. Gente leal, pero inútil. La producción se desplomó y el país que exportaba alimentos empezó a pasar hambre.

Ha dimitido Mugabe. Está más cerca de la infamia de los Mobutu que de la gloria de los Mandela. Deja un país exhausto, sin estructura política, con una casta de mangantes que seguirá sin comprender que la función del buen gobernante no es arramplar con todo sino mejorar la vida de su gente.

La cuestión es ¿quién está en condiciones de dar clases de gobernanza? Nosotros, desde luego no.

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