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Cuba es una dictadura que ha envejecido mal. Fidel Castro prometió libertad cuando estaba en Sierra Maestra en 1957 y una vez alcanzado el poder se olvidó de lo prometido. Debe ser difícil compartir lo ganado por las armas con personas que no se han arriesgado. Debe ser más difícil aún irse a casa cuando uno se siente imprescindible, la persona señalada para guiar un país.
El universo de los hombres irremplazables está repleto de hombres equivocados. Siempre es una cuestión de tiempo. El poder absoluto ciega absolutamente. Este gran final de Bananas, película que Woody Allen dedica a la revolución cubana, es el mejor ejemplo.
No ayudó la animosidad desde el primer minuto del presidente de EEUU, Dwight Eisenhower, general victorioso contra los nazis, que realizó una lectura simplista, situando el ascenso de Fidel Castro y sus barbudos dentro de la partida global de la Guerra Fría. Sintió que la URSS le había robado un casillero cerca de sus fronteras, y había que recuperarlo.
De aquella cultura estratégica surgió la desastrosa invasión de Bahía Cochinos en abril de 1961, ya con John F. Kennedy en la Casa Blanca. No solo reforzó el castrismo, sino que lo lanzó en los brazos de Moscú. Fidel no era comunista, en la Sierra llevaba una cruz en el cuello. Los comunistas eran su hermano Raúl y el Che Guevara. Pero había que sobrevivir.
Tras la crisis de los misiles, en octubre de 1962, que colocó al mundo al borde de la hecatombe nuclear, el problema quedó en suspensión. Fidel Castro pasó a ser una piedra en el zapato con la que había que convivir pese a que la CIA no renunció al objetivo de asesinarle. Tiene el récord mundial de intentonas, cada cual más pintoresca y ridícula.
Para defenderse, EEUU, la mayor democracia de Occidente –eso decimos– promovió una red de dictaduras militares afines en América Latina. Las armó y ayudó a aplastar cualquier tipo de movimiento guerrillero, disidencia o contestación social. De aquellos años 60, 70 y 80 quedan decenas de miles de desaparecidos y una brutalidad sin límites. ¿Quién levantó la voz en la derecha española? ¿Quién condenó los crímenes de los Videla, Pinochet y Ríos Montt?
Cuba fue el símbolo, acertado o no, de una nueva generación que aspiraba a cambiar el mundo de sus padres. Eran los que en 1968 buscaban arena de playa debajo de los adoquines. Esa Cuba revolucionaria y desafiante quedó incrustada en el yo romántico de millones de jóvenes. Fue su banda sonora. Los símbolos ayudan a movilizar, a emocionarse, pero no suelen tener una buena relación con el paso del tiempo y con la realidad.
Aquella década luminosa en medio de la Guerra Fría y del terror a una guerra nuclear ni siquiera duró diez años. Fue un breve lapso de esperanza entre el I have a dream de Martin Luther King, discurso pronunciado en Washington en agosto de 1963, y los tres meses aciagos de 1968 con los asesinatos del propio King, en abril, el de Robert Kennedy, en junio, y la invasión soviética de Checoslovaquia el 21 de agosto que acabó con la Primavera de Praga. Después llegó un largo inverno que ahora amenaza con regresar.
Hace mucho que Cuba dejó de ser una revolución. Empezó a esfumarse en Bahía de Cochinos, se desangró el 9 de octubre de 1967 en La Higuera, Bolivia, donde ejecutaron al Che Guevara. Lo que quedó fue un simulacro de revolución, puro marketing. Muerto Fidel, retirado Raúl con 89 años de edad, el poder pasó a manos de la siguiente generación. Los Miguel Díaz-Canel no tienen el prestigio de Sierra Maestra, ni la autoridad ni el carisma del líder difunto.
Las protestas masivas del domingo en Cuba fueron una sorpresa. Demuestran que la hartura de la gente es profunda. En Cuba todos interpretan una obra de teatro basada en el silencio y en la fidelidad al régimen. Ya no. El embargo ha hecho mucho daño, es cierto, pero también ha ayudado a tapar los fallos del sistema y los errores de gestión.
Tras los años de esperanza con Obama, llegó la dureza del trumpismo. La pandemia y la falta de turistas han terminado por hundir una economía debilitada que ya era de supervivencia. La reacción del régimen no es una prueba de fortaleza sino de fragilidad y miedo. Pero sería un error creer que habrá un colapso similar al de los regímenes comunistas de Europa del Este.
Un confesión personal. Pese a que soy de la generación que creyó en la Revolución y cantó sus canciones, no tengo buena prensa en el régimen. Les molestó una entrevista que hice a Rosa Miriam Elizalde, directora de Cubadebate, para una Última página de El País, un espacio por lo general distendido. El humor no es el punto fuerte de los que deben obediencia. Pascual Serrano lo llamó “atentado terrorista mediático”, algo comprensible porque le acababan de dar un premio en Cuba. Luego empeoré la situación con este texto publicado en elDiario.es. La necrológica de Fidel me mantuvo en los infiernos, y ahí sigo. Es parte de este trabajo: tocar las pelotas al poder, te caiga bien o mal. Escribo pelotas porque el poder es por lo general una expresión de la masculinidad más tóxica. La prueba es Margaret Thatcher.
Existen dos visiones antagónicas de una misma realidad que solo conocen los cubanos que la viven, o la sufren, cada día. Hablar desde fuera parece arriesgado. Es un debate ideológico de salón sin matices ni grises, y sin contexto.
Existen varios exilios superpuestos en Miami con su Cuba particular, cada uno con la foto fija del día de su adiós. En los casos más antiguos es una en blanco y negro. Los más jóvenes son partidarios de Bernie Sanders y culpan a sus mayores de haber hecho del exilio una profesión. No quieren una vuelta a los tiempos de Batista, cuando la isla era el puticlub de EEUU, quieren una socialdemocracia, sanidad pública y libertad.
Para la izquierda española es difícil reconocer las derivas y los errores. Equivale a la renuncia a una biografía de amores de juventud. En el caso de la nicaragüense es más fácil: fuera de la camarilla de los Ortega-Murillo, todo es oposición, incluidas decenas de figuras del viejo sandinismo. Ortega es una caricatura de Somoza.
Venezuela resulta más complicado, pero se puede decir que Nicolás Maduro es un autócrata que ha arruinado los sueños de Hugo Chávez. Enfrente espera una oposición revanchista, hija y nieta de los partidos que saquearon la Venezuela del petróleo en la que nací en 1955. Siguen sin un discurso para todos los venezolanos, incluidos los chavistas hartos de la situación.
La salida del régimen cubano será compleja. Si no se quieren derramamientos de sangre, exigirá tino, tiempo e inteligencia, virtudes que desaparecieron de la política en el siglo XXI.
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En España solo importa la bronca, no las personas. Solo se pretende echar a un gobierno que se considera ilegítimo, y más ahora que llegan los millones de Bruselas. El partido experto en la letra B está como loco por pillar en la A.
El Gobierno de Sánchez no se puede enredar en los adjetivos que le exige Pablo Casado. Su deber es defender los intereses de España y los de sus empresas, y tener una voz en el futuro político de su última colonia, la más importante y querida. Casado puede hablar gratis porque a este paso jamás será presidente del Gobierno.
Los que no condenan las leyes homófobas de Hungría ni los ataques a miembros de colectivos LGTBI en España, los que no se atreven a colgar banderas del arcoiris de los ayuntamientos por miedo a la ultraderecha, se ponen a dictar clases magistrales sobre la libertad. Nos queda la palabra, la de José Antonio Labordeta.
Cuba es una dictadura que ha envejecido mal. Fidel Castro prometió libertad cuando estaba en Sierra Maestra en 1957 y una vez alcanzado el poder se olvidó de lo prometido. Debe ser difícil compartir lo ganado por las armas con personas que no se han arriesgado. Debe ser más difícil aún irse a casa cuando uno se siente imprescindible, la persona señalada para guiar un país.
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