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Dictadores y autócratas

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No son lo mismo una dictadura, un Estado autoritario y una democracia menguante, por muy averiada que esté, y la nuestra lo está. No es lo mismo una revuelta que una revolución. Tampoco son lo mismo una matanza, un crimen de guerra y un genocidio. La gradación es esencial. Si acudimos siempre a la mayor, extraviamos los matices y el mensaje pierde eficacia. Todo, el fondo y la forma, parecen un exceso.

Genocidio fue el Holocausto. También Camboya y Ruanda. En Siria hay crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad, delitos tan graves como el genocidio.

La precisión en el uso de las palabras es uno de los pilares del buen periodismo. La mentira o la posverdad, la bulla y la propaganda, tienen como el objetivo confundir, hacer pasar por cierto lo que no lo es. El campo de batalla suele centrarse en los adjetivos.

La lucha por el control de las palabras viene de lejos. Fue Esquilo el primero en decir algo parecido a “la verdad es la primera víctima en la guerra”, frase con múltiples paternidades. Internet y la cultura de lo fugaz multiplica los efectos nocivos al igualar verdades y mentiras en un mismo espacio sin jerarquizar informativamente. Pero también democratiza la posibilidad de quebrar el control de las mentiras hegemónicas.

Donald Trump sería una consecuencia y un efecto. Su cuenta de Twitter es un hervidero. Hace innecesario el trabajo de los “spin doctors”, cuya traducción podría ser “los vende motos”. El presidente vende todo.

Las palabras. No es lo mismo decir “tirador de élite”, si nos referimos a los nuestros, a los que presuponemos buenos,  que “francotirador” cuando hablamos del enemigo. Lo segundo arrastra una carga peyorativa. No es lo mismo decir “daños colaterales” que “matanza de civiles”. Las palabras sirven para transmitir ideas. Los medios de comunicación de masas que las usan son esenciales porque ayudan a fijar la conciencia de la mayoría.

No es lo mismo titular “un marroquí, sospechoso de violar a una mujer”, que “un joven de Valencia mata a sus padres con una espada samurái”. ¿Por qué no equilibrar el trasfondo racista del primer titular y escribir: “Un joven blanco y católico de Valencia mata…”?

El discurso del nosotros, los buenos, los elegidos, y ellos, los depredadores, es fascista si lo blanden Marine Le Pen o el holandés Geert Wilder. Ambos tratan de crear un clima anti inmigración y anti islam. La mala fama de estos emisores nos ayuda a adjetivar su discurso.

Con los británicos preferimos decir que el discurso de Nigel Farage, incluso el de Theresa May, que es un cadáver político con contrato a punto de expirar, es xenófobo. Un año después del Brexit está claro que una parte sustancial de su narrativa, como el célebre ejemplo de los millones robados al sistema sanitario británico, estaba basada en mentiras.

Las falsedades se asientan en el imaginario colectivo cuando el vehículo es la emoción, no la inteligencia. Los nacionalismos y las religiones viven de la emoción y la propaganda.

A comienzos de los años setenta conté un chiste a mi padre, franquista entusiasta: “¿Sabes por qué España es una, grande y libre? Porque si hubiera dos, todos nos iríamos a la otra; porque cabemos nosotros y las bases americanas y porque podemos comprar el Abc en el quiosco que nos dé la gana”. Casi me lleva a la Dirección General de Seguridad.

El problema de fondo no ha cambiado. A una parte importante de los españoles les gustaría irse a otra España, dando por perdida la modernización de la actual. De esos españoles, un número elevado de catalanes creen que podrían estar mejor en un país independiente, el suyo. Esto es muy visible desde la crisis de 2008 y el recorte del Estatuto.

En democracia es legítimo defender las ideas. Las ideas no comenten delitos. En todo caso los comenten las personas a través de sus actos.

Los precedentes recientes de referendos para separar una parte de un todo son tres: Quebec (dos veces), Escocia y Montenegro. Hay otra vía, que supongo que está descartada: la fuerza. Donde se juega demasiado con los sentimientos de la gente hay que extremar la precaución.  Cinco idiotas simultáneos organizaron una ex Yugoslavia.

Decir que España es un Estado autoritario es faltar a la verdad, es más preciso decir que es un Estado con graves dificultades para modernizarse. La frase tiene como objetivo agitar las emociones, mantener prietas las filas, pero lejos de sumar, resta porque al ser una exageración puede contaminar todo el discurso. En Cataluña se habla catalán, se enseña el catalán en las escuelas y se puede uno manifestar en favor de la independencia.

Dos ejemplos de Estados autoritarios: Rusia y Turquía; pregúntele a los kurdos. Venezuela está de camino.

Son dictaduras Egipto, Corea del Norte, Eritrea, Arabia Saudí y todas monarquías del Golfo, incluida Qatar, tan dada a la esponsorización. Hay más, solo son algunos casos.

España, un extravío ético

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