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España no funciona

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La pandemia ha desnudado los problemas estructurales de España. Falla el llamado Estado de las Autonomías y fallan sus actores. Carecemos de una cultura de lo común, lo que nos afecta a todos, como la calidad del aire que respiramos o la corrupción. No sabemos construir sobre lo construido. Prima la tabla rasa sobre el consenso. Es poco frecuente alabar actuaciones del partido contrario. Se impone el grito sobre la escucha. El insulto es el lenguaje favorito de los necios, sean políticos, tuiteros o periodistas.

El Gobierno de coalición ha actuado en el estado de alarma como si España fuese Francia. No ha tenido en cuenta que somos un Estado fuertemente (mal) descentralizado. No fue capaz durante semanas de tejer alianzas de cogobernanza, ni siquiera con sus socios de investidura. No ha negociado las medidas de confinamiento, ni su aplicación; tampoco la desescalada. El PSOE tiene días en los que presume de ser federal, pero nunca cuando está en el Gobierno. El PP y Ciudadanos prefieren un sistema menos descentralizado. VOX exige una recentralización imposible.

La pandemia representaba una oportunidad para tejer confianzas y establecer algún tipo de mecanismo de cooperación que será esencial para superar la depresión económica. Hay más unidad en la gente que en los dirigentes y periodistas que viven de encabronar a la gente.

La mayoría de las autonomías han barrido para casa. También les ha faltado sentido de Estado más allá de sus fronteras y de los intereses de sus líderes. Podríamos salvar a Euskadi y al PNV, experto en el juego entre líneas. Pedro Sánchez no ha sabido aprovechar un escenario político favorable en la Comunidad Valenciana, ni explotar las diferencias de tono y a veces de fondo del PP de Galicia y de Andalucía con la estrategia frentista de Pablo Casado.

Para el PSOE, PP y Ciudadanos, los problemas territoriales se deben al aventurismo del Procés. La pandemia nos ha mostrado algo que estaba a la vista de todos: el problema no es Cataluña, ni el sector que sigue a Puigdemont como un profeta y que soñó con una independencia por confinamiento. El problema es España. Cataluña solo es un síntoma grave.

No es lo mismo un Estado que se descentraliza que unos Estados (o reinos) que se unen en una federación. Carecemos de los mecanismos adecuados para que las autonomías participen en la gestión del Estado (la promesa eterna de convertir el Senado en una cámara de representación territorial suena a chiste viejo). Tampoco hay corresponsabilidad ni pacto de lealtad mutua. Hay dificultades en el diseño de la financiación y en aceptar la solidaridad económica con las regiones menos desarrolladas. La desconfianza es enorme.

En muchos casos, las autonomías sirven de agencias de colocación de obedientes. No siempre como un instrumento cerca de la eficacia. Las autonomías también son el Estado.

El medievalista José Enrique Ruiz-Domènec sostiene que España no puede ser un país unitario porque jamás lo ha sido. Cuando el centro es mesetario existen dos opciones de unidad: el pacto con la periferia o el dominio militar. No fuimos capaces de alcanzar ese compromiso tras el hundimiento del imperio ni de crear un Estado moderno a finales del siglo XIX e inicios del XX, como el resto de Europa.

Hemos estado atrapados en un lucha fratricida entre la España negra --que tan bien retrata Benito Pérez Galdós en Doña Perfecta-- y la España más o menos liberal. Es un duelo a sangre (cuatro guerras civiles; las carlistas y la de 1936) entre la ciencia y la superstición, entre el progreso y los privilegios de una élite cerril. Arrastramos una pereza industrial, aplastados por el célebre “que inventen ellos”, que nos condena a una España de servicios.

Los cuarenta años de democracia tras la dictadura franquista no han logrado desmontar el poder de la España ceniza, la de los señoritos, los generalotes ​​​​​y los cardenales retrógrados. La iglesia de Rouco Varela tiene más presencia mediática que la del padre Ángel y de miles de curas y monjas ejemplares. No hemos sabido cultivar el valor de la honestidad. Los periodistas, tampoco.

Ruiz-Domènec sostiene que seguimos atrancados en los mismos reinos medievales: Castilla-León, Navarra (hoy País Vasco), Aragón (Cataluña) y Andalucía. El único que se independizó fue Portugal. Una salida podría ser una confederación ibérica (pero gobernada desde Lisboa).

También ha fallado lo que una amiga francesa llama el “Estado profundo”, el que llega a cada rincón. Tiene que ver con muestra incapacidad de entender y defender lo común. En Francia se habla estos días de su fracaso con una cifra de muertos similar a la de España pero con 20 millones más de habitantes. Es la consecuencia de décadas de políticas nefastas, sobre todo desde 2008. Hemos fracasado en la inversión en productos sanitarios de primera necesidad y en la sanidad pública; y en el cuidado de los ancianos. Todo es lucro descarado. Negocios privados financiados con dinero público que generan beneficios privados libres de impuestos.

Tampoco hemos desarrollado una cultura del servicio público. No sabemos (ni queremos) diferenciar las instituciones del Estado de los intereses partidistas. Sucede en el Poder Judicial y en el Tribunal Constitucional, o el CIS. Solo ejemplos, hay muchos más. Cuando necesitamos a alguien por encima de cualquier sospecha solo encontramos sospechosos. Es lo que sucedió en la crisis catalana que derivó en la consulta apaleada del 1 de octubre de 2017. Faltan estadistas, sobran cantamañanas.

La pandemia ha desnudado los problemas estructurales de España. Falla el llamado Estado de las Autonomías y fallan sus actores. Carecemos de una cultura de lo común, lo que nos afecta a todos, como la calidad del aire que respiramos o la corrupción. No sabemos construir sobre lo construido. Prima la tabla rasa sobre el consenso. Es poco frecuente alabar actuaciones del partido contrario. Se impone el grito sobre la escucha. El insulto es el lenguaje favorito de los necios, sean políticos, tuiteros o periodistas.

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