De Lula a la melancolía

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Con Luiz Inácio Lula da Silva en prisión —aún no sabemos por cuánto tiempo pues es casi seguro que no cumplirá los 12 años de condena por corrupción— se embarra al último gran mito de la izquierda latinoamericana. El hombre limpio que alcanzó el poder desde la cantera del sindicato metalúrgico de Sao Paulo ha quedado machado. Para la mitad de los brasileños es un héroe perseguido injustamente; para la otra mitad, un tipo que no supo resistir a los cantos de sirena del dinero. Atrás quedan sus éxitos para erradicar la pobreza extrema.

Aquí una entrevista con la BBC hace dos años, ofrece varias claves sobre su mandato y sus problemas con la justicia.

Sus seguidores sostienen que uno de los casos que se le imputan está forzado, sin pruebas materiales. También se podría esgrimir que el actual presidente, Michel Temer, y más de la mitad de los senadores tienen problemas de corrupción, y que la clase dirigente, la que maneja el dinero,  no quiere que Lula se presente y gane las elecciones de octubre.

Esa derecha que surgió de la dictadura militar (1964-1988) ha perdido las cuatro últimas elecciones de Brasil frente a candidatos del Partido del Trabajo (PT): en 2002 y 2006 fueron derrotados por Lula; en 2010 y 2014, por Dilma Rousseff, a quien descabalgaron en 2016 en un polémico proceso de destitución. El objetivo principal es bloquear la vuelta de Lula a la presidencia. El PT no tiene otro candidato con el tirón del viejo sindicalista.

Hay una frase del escritor checo Ivan Klima que cito con frecuencia. Me la dijo en su casa de Praga. “Un país que vive 40 años bajo una dictadura tiene una pérdida colectiva de honestidad”. La pronunció pensando en su país, pero la escuché pensando en el mío. El tránsito automático de una dictadura a una democracia es imposible. La sociedad que se libera necesita generar o regenerar sus instrumentos de comprensión de la realidad a través de la educación y los controles. Sucede en Irak, sucedió en las primaveras árabes. Sucede en España y muchos países latinoamericanos. Democracia es algo más que votar, es igualdad ante la ley, igualdad de oportunidades, decencia en el Gobierno y control.

Cito con frecuencia también un Salvados de Jordi Évole en Dinamarca. En aquel programa, un profesor español explicó que la clave del éxito danés es que la exigencia colectiva de honestidad es muy alta. Es algo que se trabaja desde la escuela, que exige una voluntad política y tiempo.

Tenemos el caso del no-máster de) Cristina Cifuentes, penúltimo ejemplo de una concepción tóxica y patrimonialista del poder (en esto el PP es peronista y solo por provocar un poco, madurista). En Europa del Este vemos las derivas autoritarias y xenófobas en Hungría y Polonia y, en menor medida, en Chequia y Eslovaquia. No es sencillo transitar del orden y mando al debate, de la obediencia a la denuncia. No es fácil evitar la corrupción cuando los controles son tan deficientes como en España.

Volvamos a Lula y a América Latina. Muerto Hugo Chávez no queda nada de su utopía en Venezuela. Chávez era un soñador, dio visibilidad y educación a los más pobres de su país, los ignorados durante 40 años, pero fue incapaz de transformar su país. Ahora tenemos a Nicolás Maduro, un tipo gris, un mal gestor de una ilusión que se esfumó con Chávez. No hay un continuador. Las condiciones son otras.

Maduro trata de sobrevivir sin talento político, con el precio del petróleo a la baja (Chávez lo tuvo por encima de los 100 dólares el barril) y una deuda impagable. En frente, una oposición variopinta, una platajunta incapaz de seducir a los desengañados del chavismo porque es la misma clase que saqueó el país en los tiempos de bonanza.

Si Cristina Fernández de Kirschner es la esperanza de la izquierda latinoamericana es que allá están tan mal como en Europa. A veces se confunde la verborrea revolucionaria con las políticas efectivas de la izquierda. En eso Lula sí era especial, mejoró la vida de millones. La tragedia de Argentina es que no hay alternativa entre Kirschner y Mauricio Macri, un producto de la derecha ultraliberal. Están entre dos pesadillas.

Lula era, y es aún, un referente. Quizá esté un escalón por debajo de José Mujica, que dejó la presidencia de Uruguay con la misma dignidad con la que entró, y que se sepa sin una ganancia sospechosa en su patrimonio. Estaba Michelle Bachelet en Chile, aunque su segundo mandato quedó empañado con corrupciones familiares. Evo Morales parece a salvo, no ha dado muestras de mangoneos, pero tampoco es muy dado a las proclamas.

Hay dos Rafael Correa; el del primer mandato y el del segundo. Uno acometió políticas de izquierdas, de mejora de las infraestructuras; el segundo, con el petróleo bajo, estuvo más pendiente de sí mismo que del pueblo. Ahora anda peleado con su sucesor designado, Lenin Moreno, que como sucede siempre en estos casos tiene vida e ideas propias.

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En un mundo que ha virado a la derecha, sobre todo desde la crisis económica de 2008 y el triunfo inapelable de la globalización, la izquierda socialdemócrata se ha quedado sin discurso y sin votos; la poscomunista aún anda buscando la transversalidad regeneradora que le obliga a dejar los viejos eslóganes.

Mientras, una nueva derecha xenófoba desplaza a la tradicional. Es la que ha triunfado en Hungría y Polonia. La mudanza ideológica contamina a la derecha de toda la vida, como ha sucedido en Italia o en Holanda. La derecha holandesa salvó los muebles asumiendo una parte de las ideas que defiende Geert Wilders. El precio es demasiado alto.

Todo lo anterior era para decir que sin líderes y con una sociedad desmovilizada y apática, sin Lulas ni Mandelas ni Mujicas, nos espera el desastre. Faltan propuestas ilusionantes en las izquierdas que puedan competir con el tsunami conservador. En España tuvimos el 15-M; en EEUU, Occupy Wall Street, que se extendió por todo el país. Hay nuevos motores, el Me Too y el movimiento de los jóvenes estudiantes estadounidenses contra las armas de fuego. Seamos optimistas.

Con Luiz Inácio Lula da Silva en prisión —aún no sabemos por cuánto tiempo pues es casi seguro que no cumplirá los 12 años de condena por corrupción— se embarra al último gran mito de la izquierda latinoamericana. El hombre limpio que alcanzó el poder desde la cantera del sindicato metalúrgico de Sao Paulo ha quedado machado. Para la mitad de los brasileños es un héroe perseguido injustamente; para la otra mitad, un tipo que no supo resistir a los cantos de sirena del dinero. Atrás quedan sus éxitos para erradicar la pobreza extrema.

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