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La estrepitosa caída de Kabul a finales de agosto cierra un círculo iniciado hace 20 años. Han pasado dos décadas desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 y sus efectos siguen activos. La historia no empieza ni acaba cuando lo deciden los líderes. Tampoco arranca en un acontecimiento súbito, brutal o extraordinario. La historia se desliza de manera silenciosa, sin señales de advertencia. Somos expertos en contar lo que ha sucedido, no en narrar lo que está pasando o lo que va a pasar.
La URSS no colapsó en septiembre de 1991. Las independencias de Lituania, Estonia y Letonia fueron la consecuencia de un largo deterioro en los años de Leónidas Brezhnev. Nadie lo quiso ver porque todos estaban embriagados en su propia propaganda, la comunista y la capitalista. Sin recurrir a la teoría del efecto mariposa de Eduard Lorenz –el aleteo de una mariposa en Sri Lanka puede provocar un huracán en EEUU–, cada movimiento tiene su secuela, no siempre inmediata porque la vida se mueve en tiempos más prolongados que los periodos electorales.
Las dos superpotencias emergentes de la Segunda Guerra Mundial, EEUU y la URSS, jugaron durante décadas una partida de ajedrez con modales de póker llamada Guerra Fría. Cada uno sembró sus odios y recogió sus tempestades. Los atentados de Nueva York y Washington, de los que este sábado se cumplen 20 años, están relacionados con la política neocolonial de EEUU en Oriente Próximo y Asia.
EEUU vende libertad y democracia. Afirma que su objetivo es exportar estos valores a todos los países, aunque no lo pidan, como en el caso de Afganistán. Ese ha sido uno de los pilares de la derrota: creernos nuestro propio cuento, despreciar la cultura de los demás. Democracia no es votar en un país en el que la mayoría de la población es analfabeta. La democracia sería la consecuencia de una evolución educacional, social y económica que demanda un sistema justo de participación para toda la sociedad.
Pese a sus lemas, EEUU impulsó desde los años 50 del siglo XX decenas de golpes de Estado y guerras en defensa de sus intereses. Lo mismo que la URSS, que alentó independencias y revoluciones en África y Asia para librar a los pueblos del yugo colonial. No fueron los ideales, sino el petróleo, el gas y los minerales estratégicos los que marcaron el rumbo y las prioridades de una partida que buscaba el jaque mate del contrario. Ninguno de los dos imperios se preocupó por las personas que vivían dentro de los casilleros del tablero de juego.
Resulta extraño defender la democracia y aplastar sus efectos cuando las urnas no bendicen al candidato patrocinado. En América Latina se cometieron todo tipo de atropellos en nombre de la libertad. Quedan secuelas: miles de desaparecidos, países carcomidos por el narcotráfico y una clase política y empresarial incapaz educada en la corrupción sistémica.
EEUU y Reino Unido patrocinaron en 1953 el golpe de Estado contra Mohammad Mosaddegh, primer ministro iraní elegido democráticamente. En su lugar instalaron al Shah Reza Pahlavi, un dictador que inundó las páginas de las revistas del corazón con la misma facilidad que llenó sus cárceles de torturados tras su matrimonio con Farah Diva.
Deberían ver el documental Coup 53 de Taghi Amirani.
Después vino la guerra de Suez porque al líder egipcio Gamal Abdel Nasser se le ocurrió nacionalizar nuestro canal que pasaba por su país. Hablábamos del efecto mariposa. De las ruinas del régimen del Shah surgió la revolución iraní de los ayatolás. De Nasser y los otros líderes panárabes como Muammar Gadafi y Sadam Husein brotaron movimientos yihadistas que han extendido su influencia por el Sahel africano, una ruta mortal para la inmigración que huye de guerras y trata de alcanzar Eldorado europeo.
El siguiente vídeo muestra un discurso de Nasser de 1958 en el que se mofa de la exigencia del líder de los Hermanos Musulmanes de obligar a las mujeres a llevar hiyab. ¿Nos reiríamos tanto ahora? La historia se mueve aunque no sepamos leerla.
Pueden argumentar, y harían bien, que Gadafi y Husein eran dictadores, igual que el sirio Basar el Asad. Fueron nuestros hijos de puta, o los de Moscú en el caso de Siria, mientras eran útiles. Luego, la propaganda los colocó el cartel de indeseables. ¿Era mejor el Shah de Persia? ¿Lo es el príncipe heredero de Arabia Saudí Mohamed Bin Salman?
Aquellas intervenciones en asuntos de otros países en beneficio de nuestros intereses y una actitud benevolente y neocolonialista crearon un cultivo de odio hacia EEUU, y a Occidente en general. Es un odio esquizofrénico porque combinaba el rechazo con la admiración.
Ese sentimiento que prendió en las calles de Bagdad, Islamabad, El Cairo o Argel anida en miles de jóvenes árabes de segunda y tercera generación que viven en las banlieues de Francia. Son europeos que sienten la asfixia de una crisis que les deja sin oportunidades. Es cierto que le sucede también a la mayoría de los jóvenes blancos, pero ellos notan el rechazo de la piel. De la oportunidad del multiculturalismo hemos pasado al miedo al otro, al diferente. Son espacios en los que triunfan los discursos del odio, sean yihadistas o de extrema derecha.
Una de las herencias psicológicas y políticas de los atentados del 11S es el miedo. No importa lo fuerte que sea una superpotencia ni las armas de destrucción masiva que tenga para defenderse, 19 personas con cutters pueden secuestrar cuatro aviones y atacar Nueva York y Washington de manera casi simultánea. Desde ese día, todo el mundo es sospechoso.
La desconfianza ante un enemigo invisible, difícil de descubrir y frenar, ha derivado en una renuncia colectiva a derechos fundamentales, como los derechos humanos y la presunción de inocencia. Guantánamo y otros agujeros negros de tortura nos han destruido moralmente como sociedad. ¿Somos mejores que el mal que combatimos? ¿Cuántos civiles han muerto en Afganistán e Irak? Solo contamos a los nuestros, no como acto de memoria y respeto sino como justificación de una respuesta militar. Tenemos suerte de tener la propiedad de la máquina de los adjetivos, de ser los que deciden quién es terrorista y quién no.
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La cesión de nuestra intimidad a los aparatos de seguridad del Estado forma parte de la misma renuncia. Acabaremos como nuestros invadidos, en un teatro de democracia sin contenido. Se imponen los regímenes fuertes, los que garantizan mano dura frente a los malosmalos, un cajón de sastre en el que cabe cualquiera. Llevamos encima teléfonos móviles y otros artilugios que nos vigilan, nos escuchan y siguen.
El derrumbe de las Torres Gemelas fue el símbolo de un hundimiento más amplio, como en la URSS de Brezhnev. Ahora resulta evidente con el colapso de EEUU en Afganistán. Se acabó el siglo americano sin que haya noticias de una Europa agazapada entre mercaderes, sin el valor de dar el salto hacia la unidad política y defender su visión del mundo.
Han pasado 20 años del 11S y nada hemos aprendido de aquellos trágicos días, como nada aprenderemos de la pandemia. Seguimos instalados en nuestra fantasía de vivir en un mundo rico lleno de pobres que no vemos. Somos el imperio romano en vísperas del asalto de los bárbaros.
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