LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Las decisiones del nuevo CGPJ muestran que el empate pactado entre PP y PSOE favorece a la derecha

Museo de la memoria

13

Estoy en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. De pronto recuerdo una escena de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de Galdós. En un otoño de hace 200 años, los barcos de guerra españoles se preparan para enfrentarse a la armada inglesa. El puerto de Cádiz es un ir y venir de marinos, comerciantes, cargas de víveres, armas, abrazos y despedidas. La voz moderna de la narración comprende entonces que la presencia de los navíos no simboliza ya el poder del rey y de sus nobles, sino la vida cotidiana de una sociedad, el destino de la gente común que sale de sus casas todos los días para trabajar, aprovecharse de las satisfacciones de la existencia y sobreponerse a las injusticias del destino.

Desde luego recuerdo también lo que fue parte viva de mi adolescencia y de mi juventud. Las palabras dignas de Salvador Allende, su más pronto que tarde, sus alamedas libres del futuro, salen de radio Magallanes una vez más y caen sobre la fotografía de Carmelo Soria, el diplomático español asesinado. Caen sobre las imágenes de la dictadura, los desaparecidos, los torturados, los exiliados y los luchadores clandestinos. Caen sobre las mentiras de la prensa partidaria de los golpistas y de la embajada norteamericana. Caen sobre los actos de solidaridad internacional con la democracia chilena y caen sobre los funerales de Franco (Pinochet presente). Caen también sobre los poemas de Neruda, Violeta Parra, Gonzalo Rojas, Oscar Hahn, Gonzalo Millán, y sobre Rafael Alberti, y Antonio Machado, y Luis Cernuda…

Es inevitable que al visitar el Museo de la Memoria de Chile y al observar los trabajos de la Comisión de la Verdad me acuerde de la historia de España, del Museo y la Comisión que nunca existieron en mi país. Mientras las víctimas del franquismo eran desamparadas, los torturadores recibían medallas policiales en la democracia y los descendientes biológicos o políticos de los asesinos ocupaban los cargos de Gobierno.

Veo una habitación de exiliada chilena, sus pocas cosas, su cartel de Víctor Jara, su maleta sin deshacer (porque en la pobre cama de hierro, más de pensión que de domicilio, sólo se piensa en regresar a la patria), y me parece estar leyendo la Memoria de la melancolía de María Teresa León. No se compra nada que pese, nada que ate a un lugar extranjero, siempre vivir en tránsito, sin raíces, aunque sea durante 40 años.

El Pompidou y el Museo Ruso desembarcan en Málaga

Ver más

Las fotografías de los fusilados, las cartas a la familia horas antes de la ejecución, los libros censurados y la dignidad clandestina me hablan a la vez de Chile y de España, y me hablan sobre todo de la vida de la gente. Una sociedad es un tejido y resplandece en la bandera de un barco cuando representa a todo un pueblo y habla de la vida cotidiana, de los despertadores y las cocinas, no de los negocios de un rey y de su nobleza. Es difícil identificarse con un himno oficial que se aleja de las calles, el rumor de los talleres y la soledad de los desamparados. Los golpes militares rompen ese tejido. Sólo es posible volver a coser lo que se ha partido en dos con una memoria democrática limpia capaz de devolverle la dignidad a los espacios públicos y al sufrimiento privado.

La democracia española quedó sin raíces sólidas cuando se permitió la impunidad y el olvido de los crímenes del franquismo. La insoportable falta de respeto al bien común tiene mucho que ver con la falta de justicia a la hora de reparar el dolor de las víctimas individuales. Los herederos del franquismo, los que se han negado por sistema a condenar el golpe de Estado de 1936, roban, mienten, venden los intereses de España al negocio extranjero, no dimiten, no dan explicaciones, no saben lo que es la virtud republicana. Piensan que gobernar un país es adornar los navíos del rey, las cuentas del IBEX-35, abrir distancias entre las élites y la ciudadanía y separar la España oficial de la España real. Confunden la normalidad con el vasallaje.

Las grietas territoriales de la identidad española no encuentran solución, entre otras razones, porque la palabra España se negó a adecentar su pasado. Sólo aquí, en el Museo de la Memoria de Chile, me siento español. Mi España, como escribió Cernuda, es la de Benito Pérez Galdós. También la de Antonio Machado y Federico García Lorca, o la de otros muchos nombres que llevo en la memoria. Me duele que no haya en mi país un museo de estas características. Pero en este museo chileno me siento en mi patria.

Estoy en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Santiago de Chile. De pronto recuerdo una escena de Trafalgar, el primero de los Episodios Nacionales de Galdós. En un otoño de hace 200 años, los barcos de guerra españoles se preparan para enfrentarse a la armada inglesa. El puerto de Cádiz es un ir y venir de marinos, comerciantes, cargas de víveres, armas, abrazos y despedidas. La voz moderna de la narración comprende entonces que la presencia de los navíos no simboliza ya el poder del rey y de sus nobles, sino la vida cotidiana de una sociedad, el destino de la gente común que sale de sus casas todos los días para trabajar, aprovecharse de las satisfacciones de la existencia y sobreponerse a las injusticias del destino.

Más sobre este tema
>