Se ha hecho famoso un científico en España. Extraordinaria noticia para el país del que se fugan los cerebros por falta de atención y exceso de ninguneo gubernamental y social. ¿Y cuál es el descubrimiento que ha llevado a esta eminencia, de nombre Jordi Hernández Borrell, a la cumbre de la fama? Una sucesión de tweets en los que ataca al candidato Iceta por la vía de los esfínteres. Muy científico. Muy fan.
A menudo, comparamos Twitter con la barra del bar. Y no nos falta razón, en ese foro hay tal diversidad de ejemplares, tal capacidad de improvisación, tal afición por disparar pensamientos sin elaborar y, al tiempo, tanto talento natural, tanta gracia espontánea y tanta brillantez en ciertos monólogos, diálogos o conversaciones grupales que, en efecto, recuerda a lo que sucede en algunas barras de algunos bares, pero sin cañitas ni aceitunas, a palo seco.
Cuando leí la tesis científica de Hernández en formato tweet, pensé que aquellas palabras habrían salido, seguramente, de la mente de algún patoso con incontinencia tuiteratuitera y poco acostumbrado al razonamiento. O, tal vez, de un adolescente enfadado con el mundo y con su personalidad en construcción. Pero, cuando vi que el tuitero esfintero era un adulto hecho y derecho, ilustre profesor de la Universidad de Barcelona y director del Institut de Nanociència i Nanotecnología de la misma, me quedé de acetato de celulosa.
Nada me produce tanta envidia como la sabiduría natural o adquirida. Me fascinan aquellos que conocen todo lo que yo desconozco, que es mucho... Y si el cerebro refulgente camina por el territorio científico, me quedo boquiabierta. Pero ningún hombre ni mujer de ciencia me había deslumbrado hasta el momento como Hernández, qué tío, qué mente preclara, qué celebridad. Firmemos en Change.org para que lo nominen al Nobel, pero ya.
¿Cuánta bibliografía se habrá metido Jordi entre pecho y espalda, cuántas revistas científicas habrá leído, de cuántos anuarios habrá bebido, cuántas visitas habrá hecho a centros de documentación, cuántos días habrá pasado sumergido en bibliotecas, cuántas horas habrá dedicado a la investigación de los esfínteres para elaborar su centelleante teoría?
Últimamente, tengo un pensamiento recurrente acerca del clasismo intelectual. Observo que cuando hablamos de “clasismo” solemos referirnos al que sitúa en distintos escalones sociales a los seres humanos según su nivel económico, su éxito profesional, su historial familiar o el barrio en el que vive... Pero, en ocasiones, nos olvidamos del clasismo intelectual, ese complejo de superioridad con el que algunos seres instruidos miran desde su atalaya del conocimiento a los que consideran insignificantes porque no están a su nivel, porque no saben lo que ellos saben.
Cualquier tipo de clasismo –en cualquier dirección– resulta irritante, pero el intelectual me inquieta de un modo especial. Quizás porque presupongo –en aquellos que se han dejado iluminar por la razón– una visión panorámica del mundo, una capacidad especial para entenderlo casi todo, me gusta imaginar que esa enorme base de datos que almacenan sus cerebros y esa capacidad de análisis que les caracteriza, les facilita ponerse en el lugar del otro y comprender a los que, por desgracia o por desgana –desgracia en cualquier caso–, no conocen esa otra cara de la vida tan fascinante que ellos sí pueden ver.
Desconozco si Hernández Borrell suma a sus virtudes la de mirar por encima del hombro a los que no tienen su recorrido académico, desde luego la empatía no parece uno de sus rasgos característicos. Es que el respeto y la empatía suelen ir de la mano, es mucho más fácil llegar al uno acompañado de la otra y viceversa.
En cualquier caso, he aquí un hombre de ciencia que imparte –impartía– clases en la universidad. Un profesor que transmitía conocimiento a sus alumnos, alguien que debería ser un ejemplo para ellos y fíjense... Conozco a tantas personas que, sin saber nada de nanotecnología, podrían darle a don Jordi una clase magistral de saber caminar por la vida...
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Sostiene mi amigo y maestro Juan Herrera que un trabajo creativo que no nazca con la intención de contribuir a hacer del mundo un lugar mejor, no tiene sentido. Esta tesis nos vale para casi todo lo demás, para la política, para el periodismo, para la educación, para la economía y, por supuesto, para la ciencia.
Qué importantes son los maestros que ponen luz en tu vida y qué lamentable topar con aquellos que propagan la oscuridad. Qué admirables los científicos que dedican su tiempo y su talento a abrir puertas, a mejorar la vida de los demás y qué lástima tropezar con los que cierran puertas, se activan con el odio y empeoran la vida de todos, esos que han tenido una fuga de cerebro.
Dicen que la muerte nos hace iguales y es cierto, por ese esfínter nos esfumamos todos, tarde o temprano. Pero hay otro elemento que también nos iguala, sepamos lo que sepamos y poseamos lo que poseamos, el odio. El odio nos hace a todos igual de miserables, no importa lo brillantes que seamos en cualquier aspecto de la vida, el odio nos convierte a todos en cropolitos.
Se ha hecho famoso un científico en España. Extraordinaria noticia para el país del que se fugan los cerebros por falta de atención y exceso de ninguneo gubernamental y social. ¿Y cuál es el descubrimiento que ha llevado a esta eminencia, de nombre Jordi Hernández Borrell, a la cumbre de la fama? Una sucesión de tweets en los que ataca al candidato Iceta por la vía de los esfínteres. Muy científico. Muy fan.