Me encantan los chistes malos, esto es así. Para no contraer complejo de bajura intelectual, me relaja pensar que comparto afinidad con algunas personas a las que admiro por su talento y su lucidez, como mi pareja de aventura radiofónica, Pedro Vera, “gran dibujante y mejor persona”. Me gusta definirlo así porque es cierto y porque la frasecica es un clásico dentro de los ranciofacts, creación del genio de Murcia.
Nunca me paré a pensar por qué me gusta un chiste malo.
Quizás porque no tiene pretensiones de profundidad, el humor por el humor, sin aires de grandeza intelectual. La simpleza, en ocasiones, tiene más fondo que la complejidad, díganme si no es bella una margarita y parece una flor creada por Quino, cuatro trazos sabios y tanta alma.
Y puede que me guste por el riesgo que asume quien lo cuenta: que otros piensen que eres tonto. Si te da igual correr tal peligro, quizás eres muy listo o humilde, o las dos cosas. O la madurez te ha enseñado que reírte de ti denota que no te tomas en serio, lo cual te acerca más a serlo. O estás tan seguro de ti, que lo que puedan pensar otros te da igual…
Pero lo que más me atrae del chiste malo es que provoca una mini descarga eléctrica en el estómago y es compartida. ¿No lo han notado? Conecta de un modo mágico al emisor y al receptor, es un dolor-placer, un gustillo incómodo, un alipori cómplice.
En estos días, las elecciones norteamericanas nos han puesto mirando a Arkansas –chiste malo– y asistimos atónitos al show del showman tenebroso.
No me digan que Trump no parecía un chiste malo. Lo tenía todo para tomárselo a broma, tan caricatura, tan alejado de lo que es un “responsable”, tan superlativo en burrez que caímos en la trampa.
Veamos si cumple las virtudes del chiste malo según mi teoría: no es simpleza lo suyo, es un daño profundo y consciente. No le da miedo que pensemos que es tonto, él piensa que los tontos somos nosotros. No es que no se tome en serio, sí lo hace, no hay puntada sin hilo, quiere coserse con fuerza al poder.
Lo de la seguridad en sí mismo… podría ser, pero no. No en el sentido de confiar en las capacidades propias. Es arrogancia, jactancia, impunidad de quien se siente por encima de todo, ese tipo de seguridad.
En cuanto a la mini-descarga eléctrica en el estómago… no es un dolor-placer compartido, es dolor para unos y placer para otros, que son muchos, ojo, y en muchos casos, buscan paliar el dolor del que nadie se ha preocupado. Y él lo sabe.
Ese es el gran problema, ese es el chiste que no vimos venir, no que él pudiera ser una broma sino que hubiera millones de personas –y no solo en USA– que pudieran tomárselo en serio.
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Durante su mandato, Trump contrató a una telepredicadora como “asesora espiritual”. Defiende Paula White que decir no a Trump es decir no a Dios, no de “adiós”, sino de “a Dios”. Si nunca ha dicho What the fuck, bien hablado lector, anímese, este es el momento.
En estos días ha circulado un vídeo en el que la asesora del alma trumpiana entonaba una matraca de rezos encadenados para que Donald recibiera apoyo celestial. La escena es un gag de los Monty Phyton después de haberse pimplado una frasca de orujos de hierbas…
Yo, pecadora, confieso que también hice risas en las redes sociales, un montaje en la radio, un vídeo… porque el humor casi va siendo lo único que nos queda. Pero no, no es risa. Trump no alcanza la categoría elevada de chiste malo. Malo, sí, pero no es un chiste.
Me encantan los chistes malos, esto es así. Para no contraer complejo de bajura intelectual, me relaja pensar que comparto afinidad con algunas personas a las que admiro por su talento y su lucidez, como mi pareja de aventura radiofónica, Pedro Vera, “gran dibujante y mejor persona”. Me gusta definirlo así porque es cierto y porque la frasecica es un clásico dentro de los ranciofacts, creación del genio de Murcia.