Como en la novela Diez negritos de Agatha Christie, uno a uno van cayendo – en desgracia que no en el talego– todos los artífices del gran milagro económico español, ese que hizo de nuestro país la meca del ladrillo, el cemento y el gresite, cuando descubrimos, ante la sorpresa de los europeos, que la pasta estaba en la construcción.
Los guiris están alelados. Para hacer la misma fortuna que un visionario español necesitan mucho más tiempo, claro que ellos respetan las leyes. Durante una época construíamos más pisos que entre Alemania, Francia e Inglaterra juntas. Los del norte no saben cómo se levanta un país, pasa el dinero por delante de sus narices y no se enteran.
Nuestros líderes liberales, hijos biológicos y políticos de aquel rancio fascismo español encontraron ese petróleo que se llama suelo y que una serie de leyes absurdas protegían. Desposeer al pueblo español de su patrimonio regalando el suelo público a los promotores fue cosa sencilla, sólo había que prometer que las casas tendrían un precio irrisorio ya que ese era el factor que encarecía la vivienda de forma desproporcionada.
Una vez que los promotores, también grandes patriotas en su mayoría, se hicieron con la propiedad del suelo, no fueron capaces de obrar el milagro prometido de casas a precios asequibles. El precio de la vivienda subió como la espuma. A fin de cuentas, ellos, como el mercado, también eran liberales y no se regían por norma alguna, faltaría más, son anti-intervencionistas. Al poco tiempo el precio de las viviendas se había multiplicado, lo que llevó al entonces ministro Álvarez Cascos a afirmar, al ser preguntado por esta cuestión, que se sentía orgulloso de pertenecer a un país donde la gente podía pagar esas desorbitadas cantidades por su vivienda porque era un signo de opulencia, de salud económica.
Como en la fiebre del oro, los ciudadanos, a instancias de los bancos, que ya habían soltado la pasta a los promotores de viviendas, corrieron en tromba a formar parte del mundo de la propiedad inmobiliaria porque los pisos subían de precio día tras día. Esa fue la gran trampa. Los constructores, a diferencia de los ciudadanos, podían ejercer la dación en pago por lo que, si las promociones se quedaban a medias, los bancos perdían una fortuna, y desde las sucursales bancarias sus directores comenzaron a actuar como agentes comerciales de las empresas inmobiliarias instando a sus clientes a que solicitaran créditos hipotecarios, catalizando su decisión en sentido positivo con la intervención de los tasadores, que ellos mismos elegían y que ponían un precio a la vivienda por encima del real de modo que en el mismo acto de la compra el cliente ganaba, supuestamente, un pastón y, de paso, esa tasación hinchada permitía al banco financiar el cien por cien del valor de la vivienda.
Como el negocio era redondo, no paraba de crecer hasta que, inevitablemente, el número de viviendas construidas superó la demanda y se formó el taco. Las inmobiliarias cerraron, las empresas que trabajaban para ellas se fueron a hacer puñetas y cientos de miles de personas que fabricaban puertas, azulejos, cerraduras, suelos, ladrillos, áridos, tuberías, ventanas, pinturas y así hasta el infinito, se quedaron en la calle de la noche a la mañana coincidiendo con una crisis internacional cuyo detonante fue una estafa bancaria de otro tipo originada en los EEUU.
De nada sirvieron los informes de los funcionarios del Banco de España alertando sobre el tsunami que se nos venía encima, porque el entonces gobernador, señor Caruana, decidió no ejercer de aguafiestas y se los pasó por el Arco del triunfo, con tal de no llevar la contraria a estos protohéroes de la economía que nos administran las cuentas públicas, en muchos casos en beneficio propio y de sus colegas empresarios que colaboran con su causa en forma de donaciones desinteresadas al partido que más tarde suelen aparecer en Suiza a nombre de particulares. Lo llaman “financiación ilegal”. Es decir, que esa estrategia no la montan para robar sino para mejorar el funcionamiento del partido que procurará una mejor gestión y, por ende, el bienestar del ciudadano.
Desde entonces, ha cundido esa manía de los gobernadores del Banco de España de aprovechar sus intervenciones para hacer discursos políticos a favor de los de siempre, en lugar de estar a lo que tienen que estar: evitar las reiteradas estafas bancarias multimillonarias que debemos pagar con nuestros impuestos para que no se hunda la economía.
Una de dos, o no se enteran de nada, por lo que deberían bajar el tono arrogante de su discurso y marcharse a casa, o actúan como serviciales peones a favor del discurso dominante de la clase empresarial, que insiste en que vivimos por encima de nuestras posibilidades, como si el ciudadano medio tuviera la opción de elegir cuáles son sus posibilidades al margen de la única real que se llama supervivencia.
La verdad es que eso de “vivís por encima de vuestras posibilidades” funcionó bastante bien, y gracias a nuestra formación sadomasoquista proveniente de siglos de influencia judeocristiana, las víctimas de esta gran maniobra que ha supuesto la ruina de nuestro país, los ciudadanos aceptaron convertirse en culpables, mientras que los muñidores del gran golpe, con sus millones a buen recaudo en paraísos fiscales, pasaron a ser los magos del milagro económico y héroes visionarios de la economía regeneradora del siglo XXI que, básicamente, se parece al sistema de esclavitud que ya practicaran los egipcios en la construcción de sus pirámides.
El milagro económico consistió, por tanto, en que el dinero de nuestros impuestos pasó al bolsillo de la élite política y financiera dejando en pelotas nuestra sanidad, nuestra educación y nuestros servicios sociales.
Ahora el negrito que ha desaparecido de la mesa del salón es el señor Rato. Ha caído en desgracia acusado de cometer diversas fechorías, todas muy rentables. No se trata, una vez más, de un error o descuido sino que tiene detrás todo un complejo entramado para trincar. Se emplean con ahínco en el delito. Debemos recordar que este señor que ahora es denostado por parte de los suyos y odiado por el populacho intransigente no es presidente de España porque se negó cuando se lo propuso Aznar y, aunque luego rectificó e intentó aceptar la propuesta, el entonces presidente, conocido por su chulería y arrogancia, le dijo que nanay del peluquín y que a él nadie le hace un feo, tal y como cuenta en sus memorias.
Los negritos van cayendo, y por encima sólo queda el propio presidente Aznar, el negrito con bigote. Como en los juegos de la Play, ha caído la última pantalla.
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Sorprende que todavía tenga ánimos para salir a la palestra y dar clases de política y ética a propios y, de paso, a extraños. De nuevo nos encontramos ante una disyuntiva poco favorecedora para este gran hombre que llegó a poner los pies en la mesa del mismísimo presidente Bush, aquel que la tomó con los narcos y se empleó en su persecución una vez que se había metido media Colombia y los médicos le habían apartado del consumo, aunque no llegaron a recuperarlo del todo en la cosa psíquica. Pues sí, la cosa está fea para el señor Aznar, al que no le queda otra salida que afirmar, como la infanta y tantos administradores y consejeros que en el mundo han sido, que no se enteraba de nada de lo que pasaba a su alrededor, y que no piensa hacerse responsable del latrocinio que se generó a su vera, a pesar de que era el que quitaba y ponía al personal con mano de hierro y mirada de halcón.
Se hará el tonto, papel que no le va, porque siempre ha ido de sobrado, pero si los suyos pierden las elecciones se tendrá que sentar en el Congreso de los Diputados delante de sus colegas de hemiciclo y oposición a dar explicaciones, y como les dé por hacer una investigación en serio, mucho me temo que lo de su colega Pujol y familia va a ser una broma.
Lo dicho: o son muy tontos, o son muy listos. Según ellos, cuando se ven frente al estrado, tienen días.
Como en la novela Diez negritos de Agatha Christie, uno a uno van cayendo – en desgracia que no en el talego– todos los artífices del gran milagro económico español, ese que hizo de nuestro país la meca del ladrillo, el cemento y el gresite, cuando descubrimos, ante la sorpresa de los europeos, que la pasta estaba en la construcción.