La mentira se ha instalado en el discurso político, también en el Parlamento de la nación, y el actual presidente se ha convertido en un eufórico maestro que puede, y de hecho lo hace, presumir del rédito que proporciona el engaño frente al bajo coste que hay que pagar por su utilización.
Tal vez seamos víctimas de esa cultura tan nuestra de zoco, de mercado del regateo, donde la astucia produce beneficios y la picaresca impone sus reglas contra la ingenuidad, creando la figura del primo, el engañado, el honrado que pica, que es peyorativa, mientras se ensalza la figura de el listo, el timador, invirtiendo las reglas tradicionales que imponen al honrado por encima del delincuente.
Aceptada la mentira sin mesura, sin control ni consecuencia adversa, se impone la tiranía de las formas. Lo importante no es lo que se dice sino cómo se dice. Una salida de tono, un exabrupto o colección de ellos descalifica al orador y le rebaja a la categoría de extraparlamentario, indigno de compartir el espacio donde se fabrican las leyes que se imponen a la ciudadanía, en muchos casos contra ella.
Es cierto que la crispación no colabora al entendimiento, pero sigue resultando curioso que sólo se tenga por ofensivo aquello que pronuncia el de abajo, el de la clase inferior, reservándose la clase dominante la exclusiva de la difamación, la descalificación, la acusación y la deshonra, como meros elementos descriptivos sin que se les deba tener en cuenta y sin que los medios de comunicación de masas los destaquen como inaceptables.
Lo mismo ocurre con el respeto al votante. Sólo merecen ese respeto, por lo visto, aquellos que votan a partidos tradicionales, los de toda la vida, aunque se trate de un partido que tenga decenas de personajes recorriendo los juzgados como presuntos delincuentes, o que ya posee en su nómina convictos suficientes para considerar que esas actividades no se consideran punibles entre sus militantes que se niegan a hacer limpieza interna, eso que llaman regeneración, atrincherándose en la defensa de los nuevos casos que van saliendo, o blindando a compañeros que hieden, proclamando con sus actos y declaraciones que la corrupción ha venido para quedarse.
Roban, pero no se les puede calificar de ladrones en público, ni siquiera a título potencial.
No hemos llegado a eso. Esto no es el Reino Unido donde con el mayor de los respetos y la educación elemental se llama a las cosas por su nombre y las descalificaciones se dirigen también al líder del propio partido. Todavía vivimos en un país donde una sola insinuación en contra de los designios de la élite del partido es considerada como “alta traición” y merecedora de expulsión o sanción, pero que inhabilita para el ascenso en la carrera política.
Llamar ladrón es de mala educación y motivo de escándalo; neoterrorista, de buena, y el que profiere el descalificativo se hace merecedor del aplauso de aquellos que velan por el respeto a la cámara. También el que difama basándose en papeles elaborados por la policía política al servicio del partido del Gobierno y que los juzgados han proclamado como impresentables en cuatro ocasiones.
Lo realmente ofensivo es que sea, precisamente, el portavoz del partido que nos gobierna el que utiliza estas acciones ilegales, incompatibles con el llamado Estado de derecho, para difamar al rival, demostrando que aquellos a los que representa desde su portavocía, no se someten a la Constitución a la que apelan constantemente, y que parece servir, exclusivamente para pegar con ella en la cabeza a los rivales, pero “desde el diálogo y el respeto al Sistema que todos nos hemos dado”. Esas artes de corte mafioso pagadas con dineros públicos y encargadas por altos cargos de la Administración no constituyen, al parecer, un motivo de vergüenza, ni merecedoras de una explicación seguida de una promesa de regeneración democrática, sino que lejos de ello se hace alarde en sede parlamentaria de aquellos papeles con información falsa, sin firma, que el periodista que los saca a la luz asegura que se los proveen unidades de élite de nuestra policía.
Se presume de estas actividades dignas de regímenes totalitarios, al tiempo que se hacen chistes sobre la mejora en el uso de la tecnología móvil para pactar, con presuntos delincuentes de los que afirman abominar, salidas honrosas para su situación a cambio de que no se vayan de la lengua. Es una forma elegante y muy parlamentaria salir de la acusación de un hecho comprobado, que en otras latitudes haría incompatible su asunción con la actividad pública, y no digamos con la Presidencia del Gobierno, con un chiste a modo de pase de pecho que demuestra el caché y el señorío del orador, a diferencia de la chusma que descalifica con adjetivos gruesos.
Parece que ahora que el recién elegido presidente del Gobierno ha mejorado su técnica de envío de SMS, según afirma desde la tribuna, los presuntos delincuentes pueden estar más tranquilos porque su vía de conexión con el Gobierno será más fluida y discreta de cara a esa cuenta que queda en “el debe” del Gobierno con el banquillo de los acusados y que se sintetiza en el: “Hacemos lo que podemos”. No se destacó lo suficiente, no sólo que es un caso que está siendo juzgado y que la única maniobra posible es intervenir en la normal acción de la judicatura, sino que está escrito en plural, por lo que deducimos que si los presuntos delincuentes son casos aislados, la acción ilegal desde el Gobierno se lleva a cabo en comandita, dando la razón a esos jueces que aseguraban frente a procesos de corrupción que ese partido se configura como una organización para delinquir.
Sólo son cuatro años más, en los que ya se nos anuncia que ninguna de las reformas que se han llevado a cabo se van a revisar. Esas que procuran que a pesar de que aumenta el número de trabajadores, no lo hacen los ingresos a las arcas del Estado porque los salarios son tan miserables que los nuevos empleados no alcanzan la condición de ciudadano cotizable.
Mientras, desde la otra bancada, los compañeros de partido se rasgan las vestiduras por la entrevista que concedió Pedro Sánchez a Jordi Évole. No reparan en la gravedad de sus afirmaciones, ni cuestionan su veracidad, sino que, al unísono, coincidiendo con la casi totalidad de los colaboradores de la radio, se alarman porque esos actos puedan beneficiar a Podemos. Esa es la gran irresponsabilidad del que se postula para regenerar el partido: que no explicó por qué cedió a las presiones de esos grupos mediáticos y empresariales para que no hubiera un Gobierno de izquierda. Eso que llaman el cambio.
Estamos bajo el gobierno de la mentira, en plena fase de abolición de la honestidad imprescindible para dirigirse a los ciudadanos y representarles, de forma directa o representativa. Todo es juego de estrategia para conservar o incrementar el poder de la nave que se hunde mientras los equipos de rescate se dedican a evitar que los pasajeros accedan a los botes salvavidas.
Se pudo hacer un gobierno alternativo y los poderes fácticos de la mano de los empleados de las puertas giratorias lo impidieron.
Exigieron la abstención y se les dio.
Hablemos de Maduro. Ese es nuestro problema. Allí no hay democracia. No se puede consentir.
La mentira se ha instalado en el discurso político, también en el Parlamento de la nación, y el actual presidente se ha convertido en un eufórico maestro que puede, y de hecho lo hace, presumir del rédito que proporciona el engaño frente al bajo coste que hay que pagar por su utilización.