Este domingo estuve en el cine viendo la película Yo no soy tu negro,del director Raoul Peck, basada en textos del escritor James Baldwin, y tuve una revelación. Escuchando a este hombre sereno que no lo tuvo fácil al ser negro en los años cincuenta en los EEUU de América, con el agravante de ser homosexual, escritor y poco dócil, compartí su verdad como todos los que estábamos en la sala porque era diáfana. Su discurso no se basaba en el inevitable rencor al que conducen las permanentes injusticias, vejaciones y asesinatos a los que los muy cristianos blancos sometían a otras personas por el mero hecho de ser de otro color, sino que en aquella vorágine orgiástica de monstruosidad moral, Baldwin proclamaba una y otra vez que el problema lo tenían ellos, los verdugos. Intentaba convencer a aquellos seres despiadados de que una sociedad que se comporta de esa manera tiene un problema serio y, desde luego, no es una democracia. Esa ingenuidad innata que los americanos venden como una virtud, esencia del sueño americano, en realidad era una perversión que les permitía mirar para otro lado, no alcanzar nunca la madurez para permanecer ajenos a ese crimen colectivo que se cometía con los negros. A diferencia de los blancos, Baldwin fue consciente a los seis o siete años de que esos indios a los que mataban sus héroes eran él y su gente, los negros, que sus enemigos eran sus compatriotas, y este descubrimiento le dejó perplejo, atónito, le ahogó en un mar de incomprensión.
Entonces, sin moverme de la butaca me dije: ¡Coño como aquí! Empecé a recordar situaciones parecidas en las que se han visto envueltos amigos y compañeros de profesión, y me di cuenta de que las dos Españas ya no son la de los rojos y los fachas, aunque también coincide. En las pancartas que portaban en los años sesenta los americanos de pro se podía leer: “La integración es comunismo”. En una delirante pirueta cromática convertían a los negros en rojos, y esto incrementaba su pulsión represiva porque a la categoría de seres inferiores fustigables se añadía la de “traidores a la patria” y, por tanto, exterminables.
Aquí pasa lo contrario, los próceres de la patria, actualmente en el Gobierno, a los que ellos llaman rojos, los ven negros, hez social, morralla explotable en régimen de esclavitud y ajena a las esencias patrias que nunca alcanzará la verdadera condición de española. Condición que, dicho sea de paso, según la Marca España se va definiendo, cada vez da más asco.
Como joven educado en el tardofranquismo con sensibilidad a la injusticia, nunca superé el trauma de la bandera como símbolo del nacionalcatolicismo, ni el término España y español como exclusivo de los vencedores. Franco lo tenía tan claro como estos de ahora cuando se refirió a Berlanga como “peor que un comunista: un mal español”.
Ser español no es una cuestión de partida de nacimiento ni de DNI, es algo más profundo, más complejo. Del mismo modo que un obispo terminó con la ola de apostasía, que llevaba a una legión de malos españoles a renegar de su fe de forma oficial, cerrando tal posibilidad con el argumento de que el sacramento del bautismo imprime carácter y, por tanto, se lleva en el ADN y es imposible anularlo, la españolidad tiene el mismo origen genético. Para ser español uno debe llevar en sus cromosomas las tres coordenadas que lo sitúan en el exclusivo espacio que la Historia le tiene reservado: blanco, católico y de derechas. Todo lo demás es chusma moruna, o peor aún, rojerío teñido con la sangre de los crímenes de aquel Moscú, en permanente mestizaje con las hordas bolivarianas que asesinan y secuestran por doquier.
La verdadera casta no es un espacio que definen unas prebendas de las que disfruta determinada élite político-económica que, amparándose en el sistema que llaman democrático, crea un espacio residencial a resguardo de las leyes que se aplican al resto de los ciudadanos, sino una cuestión de blancos y negros.
Blancos: ciudadanos que velan por el mantenimiento de las esencias patrias que nos convierten en la reserva espiritual de Occidente.
Negros: algarada que conforma un contubernio ateo, homosexual, igualitario e integrador que pretende acabar con esta era de apogeo de los auténticos españoles, esos que nos han sacado del rincón de la Historia para integrarnos en la Europa de la supremacía blanca que encontrará en sus esencias católicas y liberales el camino a la incautación en exclusiva de la riqueza, que permitió, permite y permitirá a las clases privilegiadas vivir en la opulencia. Porque son superiores.
Confundidos están aquellos que sin cumplir las tres reglas básicas se creen ciudadanos de pleno derecho, pues la condición de español portador de valores eternos, en tanto genética, se produce en el mismo acto de la fecundación, siendo anterior al nacimiento, y difícilmente se alcanzará la condición de ciudadano español si no se es esto último. No ser español te convierte en negro, apátrida, hijo de una nación cualquiera.
Son los blancos los que se emocionan al ver la bandera española a media asta por la muerte de Cristo. Como si les pillara por sorpresa. Muerte sentida y dolida dos mil años después de morir crucificado, porque en su paso por este mundo perdió su condición de inmortal así como la de judío, lo que le permitió ser adorado por los españoles, muy españoles, y mucho españoles antisemitas. No olvidemos que la conspiración que trajo todos los males a España era la “judeo-masónica”. Y Cristo fue el rey de los judíos. Para suavizar tamaña cuestión de tener como dios a un judío, en la España en la que crecí, nos contaban que los romanos le pusieron en la cruz lo de rey con sorna, a modo de burla, pero los libros afirman que era nieto de Herodes Antipas y candidato a tal corona.
Son los blancos los que acuden cada año al desfile a dar vivas al Ejército español, al que ven como un servicio de seguridad privado, donde se hacen guiños cómplices a los simpatizantes de los golpes de Estado.
Son las blancas las que calzan sus peinetas representando a las instituciones del Estado al frente de las procesiones, porque ese artilugio con forma de antena parabólica actúa como un rúter que las conecta con el Altísimo, y con ese ostentoso sacrificio limpian sus almas de todo pecado por lo que han robado de las arcas públicas durante el año, porque al estar destinadas a servicios para los negros son expropiables de cara a un mejor reparto entre semejantes.
Son los blancos los que no se dignan a contestar a los representantes de los negros cuando les piden explicaciones por las fechorías cometidas desde sus puestos de la Administración del Estado, pues su inmaculada pureza les convierte en sordos a las demandas de los inferiores.
Son los blancos los que reciben las alabanzas en las sentencias de los jueces que copan la alta judicatura por su comportamiento ejemplar durante las sesiones del juicio, a pesar de haber estafado a miles de negros desde el desprecio absoluto.
Son los blancos los que pierden la memoria cuando tienen que declarar en juicios y comisiones, pues les resulta imposible recordar detalle alguno de los momentos en los que sus retinas, acostumbradas a la claridad diáfana de lo español, se enfrentan al espacio tenebroso de la negritud proletaria, disidente e ingrata, que no entiende la generosidad de aquel que le concede la oportunidad de ser.
Son los blancos los que enterraron en las cunetas a miles de negros y quieren que permanezcan allí, en las fosas del olvido, porque no son dignos de compartir los cementerios, ni merecedores de la memoria que les corresponde al dar su vida luchando por la cultura, la libertad y la democracia.
Y son los negros los que deben convertir los derechos en deberes para señalar con el dedo a los blancos exigiéndoles el espacio que les es arrebatado desde la intolerancia, la crueldad y el desprecio.
No seremos libres hasta que no tomemos conciencia de nuestra negritud y nos rebelemos contra esa discriminación gritándoles, como Baldwin: “No somos vuestros negros”. Aunque nos vean como tales en su mitología clasista, hay que sacarles de la fantasía del privilegio al que llegó el conquistador esclavista, y tomar conciencia de que el enemigo de esta nación desgraciada, a la que los blancos sumen en la pobreza con sus políticas de reparto de lo público, ese enemigo del pueblo, no es exterior. Como le ocurrió a Baldwin, debemos despertar del sueño de la infancia y entender que nuestro enemigo son nuestros compatriotas: los españoles puros, blancos.
Sí, somos negros, pero el problema lo tienen ellos cuando hacen de la opresión una causa. Nos ven negros. Necesitan vernos así, porque eso justifica todo lo demás. Mienten.
Ahora se quejan los blancos de Erdogán, al que califican de tirano y totalitario, mientras le legitiman en el poder dándole millones de nuestros euros todos los meses para que nos limpie la basura que representan esos que son mucho más negros que nosotros. Son negros de negros que se fingen blancos.
Contra los padres del rencor y de la ira, negros que en el mundo sois: ¡Uníos!
Este domingo estuve en el cine viendo la película Yo no soy tu negro,del director Raoul Peck, basada en textos del escritor James Baldwin, y tuve una revelación. Escuchando a este hombre sereno que no lo tuvo fácil al ser negro en los años cincuenta en los EEUU de América, con el agravante de ser homosexual, escritor y poco dócil, compartí su verdad como todos los que estábamos en la sala porque era diáfana. Su discurso no se basaba en el inevitable rencor al que conducen las permanentes injusticias, vejaciones y asesinatos a los que los muy cristianos blancos sometían a otras personas por el mero hecho de ser de otro color, sino que en aquella vorágine orgiástica de monstruosidad moral, Baldwin proclamaba una y otra vez que el problema lo tenían ellos, los verdugos. Intentaba convencer a aquellos seres despiadados de que una sociedad que se comporta de esa manera tiene un problema serio y, desde luego, no es una democracia. Esa ingenuidad innata que los americanos venden como una virtud, esencia del sueño americano, en realidad era una perversión que les permitía mirar para otro lado, no alcanzar nunca la madurez para permanecer ajenos a ese crimen colectivo que se cometía con los negros. A diferencia de los blancos, Baldwin fue consciente a los seis o siete años de que esos indios a los que mataban sus héroes eran él y su gente, los negros, que sus enemigos eran sus compatriotas, y este descubrimiento le dejó perplejo, atónito, le ahogó en un mar de incomprensión.