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No es día para…

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Hay cosas que son difíciles de decir porque rompen el consenso y generan incomodidad. Son, posiblemente, las cosas más necesarias a la hora de configurar una opinión pública. Es una extraña paradoja: suelen dejar fuera de juego las perspectivas más útiles para la decencia colectiva.

Voltaire, ya entrado en años y expulsado de muchas cortes, compró el castillo de Ferney, situado en la frontera entre Suiza y Francia. Pocas veces la compra de una casa es un signo de desarraigo ante una identidad construida de manera unívoca. El filósofo se escondía en las habitaciones situadas en la parte suiza cuando lo perseguía el rey de Francia y se refugiaba en las habitaciones francesas cuando tenía que esconderse de los calvinistas suizos.

Tocaba siempre estar del otro lado. Esta distancia íntima es el resultado inevitable de la independencia intelectual. Lo que uno siente como verdad no puede sacrificarse a las órdenes ajenas, los intereses de la propia causa o los consensos nacionales. Algo parecido ocurre con la mirada poética, que duda por obligación de las realidades hechas para atender a lo que oculta la hojarasca de la rutina. Lo escribió Federico García Lorca en Poeta en Nueva York: “Quiero llorar porque me da la gana, / como lloran los niños del último banco, / porque yo no soy un hombre ni un poeta ni una hoja, / pero sí un pulso herido que ronda las cosas del otro lado”. Son versos del “Poema doble del lago Eden”.

Rondar las cosas del otro lado es difícil cuando la autoridad exige consenso ante la violencia y la muerte. Delante del cadáver inocente, parece que basta con denunciar al asesino, callándose todo lo demás. No es día para…, se nos dice.

El terrorismo da mucho juego en esta llamada a la unidad y al silencio. La violencia radicaliza la necesidad de respuesta, lo más cómodo es cerrar los ojos y embestir. El peligro no es sólo que ese tipo de respuestas sean inútiles o echen leña al fuego. Ocurre con frecuencia que las autoridades se valen de los ojos cerrados para consolidar sus propias estrategias de dominio.

Albert Camus, bajo la animadversión de unos y de otros, pidió en 1956 una “tregua civil” entre el ejército francés y el movimiento de independencia argelino. Camus, junto a Voltaire, Diderot, Emilie du Châtelet y tantos referentes más, es uno de los motivos de mi amor por Francia. Pensar en Francia es pensar en nosotros mismos, en la razón de nuestra cultura frente al fanatismo representado por cualquier Bastilla. Pero esa razón de nuestra cultura es también la causa de que me pregunte: ¿unidad para qué?, incluso cuando parece que no es el día indicado.

Pero es que el amor por Zola, Foucault, Simone de Beauvoir o Simone Weil es precisamente el que me hace levantarme de la silla cuando oigo al presidente Hollande anunciar que se bombardeará Siria, antes incluso de analizar qué significa un atentado como el de Niza. Y por la misma razón me incomodo al compartir minutos de silencio con políticos que aplaudieron la reunión de las Azores y el inicio de la catástrofe de Irak. Entonces me pregunto: ¿consenso para qué? ¿Para seguir profundizando en el mundo de Bush, Aznar y Blair? ¿Para olvidar la gran mentira de la guerra de Irak?

Y me sigo preguntando por el golpe de estado de Turquía. Y, claro, me solidarizo con la población civil y rechazo la ley de los fusiles. ¡Cómo no! Pero veo las declaraciones de Erdogan y de los gobernantes europeos y me digo: ¿cuáles van a ser los resultados de esta canallada?, ¿y los refugiados?,¿y los derechos humanos?, ¿y los peligros de la sacralización de la política?

¡Oh bancos! ¡Mis bancos!

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Por amor a Francia me acuerdo también del peluquero de Hollande. La falta de sentido de este mundo que se nos deshace, ¿no tendrá que ver con el vacío que han dejado las ilusiones políticas de justicia social y los presidentes que se gastan 9.000 euros al mes en peluquero?

Las autoridades gustan de crear consensos y unidades que dejen para otro día el pensamiento de sus sombras. Los días de terror son casos extremos de una estrategia que se alarga en la vida cotidiana. Estar en el otro lado, no significa oponerse al consenso, sino preguntar ¿para qué?

Jaime Gil de Biedma escribió una “Elegía y recuerdo de la canción francesa”. Escucharla era para él una nostalgia de la rebelión. Escribir en días como hoy supone una nostalgia de Voltaire y Camus.

Hay cosas que son difíciles de decir porque rompen el consenso y generan incomodidad. Son, posiblemente, las cosas más necesarias a la hora de configurar una opinión pública. Es una extraña paradoja: suelen dejar fuera de juego las perspectivas más útiles para la decencia colectiva.

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