Y no pasa nada

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A estas alturas, solo los más sectarios niegan que el partido en el Gobierno, el Partido Popular, se ha financiado irregularmente durante las últimas décadas. Los datos son abrumadores e incontestables. Esa financiación irregular ha servido para mantener una contabilidad B en la que constan entradas y salidas de dinero negro, una parte del cual se destinaba a pagar sobresueldos a la cúpula dirigente del partido, desde el Presidente hacia abajo, y otra a financiar actos del partido. Los ingresos procedían de empresarios, muchos de ellos ligados a la construcción, que realizaban donaciones opacas, en algunos casos para beneficiarse luego de contratas. El espectáculo vergonzoso del juicio de Cospedal contra Bárcenas la semana pasada sólo ha servido para dejar todavía más clara la podredumbre que corroe al Partido Popular y la indignidad en la que la derecha ha colocado al país entero.

Desde la perspectiva de las democracias desarrolladas, es inconcebible que el PP y Mariano Rajoy sigan gobernando España. En ninguna democracia madura, con la posible excepción de Italia, se habría consentido que la situación llegara a tal punto de envilecimiento político. Un país que atraviesa una de las peores crisis económicas de su historia, con amplias capas de la población empobreciéndose a pasos agigantados y un Estado en proceso de derribo, tiene al frente a un Gobierno formado por los dirigentes de un partido corrompido hasta el tuétano.

Nunca había sucedido algo así en la España democrática. Hubo, sí, unos años muy malos en la última legislatura del PSOE de Felipe González, cuando estallaron multitud de escándalos de corrupción que afectaban a diversas instituciones del Estado y a la propia financiación de los socialistas. Pero me temo que aquello no es comparable en alcance y magnitud a la red delictiva incrustada en el corazón mismo del Partido Popular. El partido de la derecha lleva demasiado tiempo burlando la ley y el Estado de derecho: ha creado un entramado de intercambio de favores y dinero negro entre las empresas y el poder político que constituye una degradación gravísima de la democracia.

Es evidente que si Rajoy y los suyos consiguen zafarse de sus responsabilidades políticas es porque disfrutan de una mayoría absoluta; también les ayuda que el PSOE haga una oposición anémica y errática, sin atreverse a insistir a diario en que el Gobierno, en las presentes circunstancias, no tiene legitimidad política para tomar decisiones. Carece de sentido pedir la dimisión de Rajoy el día en el que hay revelaciones periodísticas y olvidarse de la misma en cuanto amaina la presión mediática, como viene haciendo Rubalcaba desde hace meses. El hecho de que el PSOE arrastre su propio escándalo en Andalucía, en el que salen a relucir las redes clientelares que allí han creado los socialistas, supone un freno importante a su capacidad de presión política.

En democracias más sólidas que la nuestra, ni siquiera una mayoría absoluta habría bastado para evitar que el Presidente del Gobierno dimitiera. No porque le obligase ley alguna, ni porque hubiera sentencias judiciales condenatorias, sino simplemente porque habría habido un consenso general en que el partido de Gobierno había traspasado los límites de lo que es admisible en política.

Si en España no sucede esto, si el Gobierno puede sobrevivir a pesar de lo que sabemos sobre el caso Bárcenas, la Gürtel y sus múltiples ramificaciones, es porque no hay acuerdos amplios ni criterios compartidos sobre lo que resulta inaceptable en la vida pública. Esto es resultado, en última instancia, de los niveles tan bajos de confianza social que se dan en nuestro país, lo que impide consensuar unas normas generales que establezcan los límites de la actuación política. En consecuencia, cuando surge un escándalo, los afectados se niegan a rendir cuentas, refugiándose en la ley: solo lo que diga un juez tiene validez. El delito, pues, es la única barrera que puede regular el comportamiento político. Cualquier otra crítica se interpreta como una campaña de acoso por parte de los enemigos.

La ley, sin embargo, está llena de trampas. Por un lado, los delitos prescriben legalmente. Pero no tiene por qué ser así políticamente. Si ha habido financiación ilegal, debería poder juzgarse políticamente, aunque sea demasiado tarde para hacerlo judicialmente. Por otro lado, los jueces, en España, están muy escorados a la derecha: aunque sean independientes del poder político, no son neutrales. De ahí la confianza que tiene el PP en que, al final, el escándalo no se sustanciará en una condena judicial.

El 'legalismo' político vacía de contenido la democracia, que queda reducida a los procedimientos que se especifican en las leyes. Un puro formalismo, sin sustancia política. Lo mismo sucede en otras muchas esferas de la sociedad española, en las que a falta de un acuerdo sobre lo que es correcto, se resuelven los conflictos mediante cuestiones de forma. De ahí la presencia asfixiante del derecho administrativo en España y su “procedimentalismo” hipertrofiado. Cuando se produce un conflicto, no se entra en la sustancia, sino en si se han cumplido escrupulosamente los procedimientos que se establecen en las leyes. Da igual que se haya cometido una tropelía, siempre y cuando se hayan seguido adecuadamente todos los trámites que el procedimiento especifica en cada caso.

El Gobierno parece sentirse cómodo no haciendo nada. Sabe que su inacción, su cinismo político, arrastra al PSOE, generando ese sentimiento de rechazo hacia los dos grandes partidos en el que los socialistas pierden más que los populares. Al final, el “no nos representan” lo acaban coreando en mayor medida los votantes progresistas que los conservadores.

Además, una vez que el caso Bárcenas queda sin consecuencias políticas, cualquier otra irregularidad o corrupción que se descubra de menor alcance que la de la contabilidad B del PP queda sin efecto, pues todo el mundo da por hecho que si los papeles de Bárcenas no han sido suficientes para provocar una reacción política, menos lo serán todavía escándalos más pequeños. En los últimos meses se han publicado noticias tremendas sobre el patrimonio de Cospedal, la privatización de la sanidad madrileña, los negocios sucios de la Comunidad de Madrid con Enrique Cerezo (incluyendo el ático del presidente Ignacio González), el espionaje ordenado por Alicia Sánchez Camacho… y no pasa nada. Nada.

“Y no pasa nada”: es la frase que con mayor frecuencia oigo en conversaciones políticas. La impunidad como principio fundamental de nuestra democracia.

A estas alturas, solo los más sectarios niegan que el partido en el Gobierno, el Partido Popular, se ha financiado irregularmente durante las últimas décadas. Los datos son abrumadores e incontestables. Esa financiación irregular ha servido para mantener una contabilidad B en la que constan entradas y salidas de dinero negro, una parte del cual se destinaba a pagar sobresueldos a la cúpula dirigente del partido, desde el Presidente hacia abajo, y otra a financiar actos del partido. Los ingresos procedían de empresarios, muchos de ellos ligados a la construcción, que realizaban donaciones opacas, en algunos casos para beneficiarse luego de contratas. El espectáculo vergonzoso del juicio de Cospedal contra Bárcenas la semana pasada sólo ha servido para dejar todavía más clara la podredumbre que corroe al Partido Popular y la indignidad en la que la derecha ha colocado al país entero.

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