¿Por qué molesta al machismo que bajen las cifras de la violencia de género? Miguel Lorente Acosta
La vida cabe en una Navidad
Cuando se entra en el Museo del Prado por la escalera del edificio Villanueva y se cruza la puerta, inmediatamente uno se encuentra ante uno de los lugares más especiales del planeta. En poco más de unos cientos de metros cuadrados se acumulan pinturas que han hablado a decenas de generaciones, a artistas de toda clase y a personas que, con sus actos, han cambiado el curso de la humanidad. Si algo nos puede unir a todos ellos es la sensación casi de Stendhal que tenemos cuando observamos Las Meninas de Velázquez, Los Fusilamientos del 3 de mayo de Goya o el Jardín de las Delicias. Es una sensación casi mágica y que nos ayuda a mirar al pasado y a pensar y conectar con personas que ni conocemos ni conoceremos.
Pero más allá de sensaciones mágicas hay un cuadro que es realmente especial. En ese pasillo inmenso que termina con la Familia de Carlos IV hay una obra que deja sin aliento a cualquiera. Y no solo por su maestría, sino también por sus dimensiones. Cuando un niño se pone frente a La Adoración de los Magos de Pedro Pablo Rubens, y mira ese conjunto de personajes, texturas, colores y animales, piensa que en esos más de tres metros de alto y cuatro de ancho cabe todo lo que pueda imaginar. Se siente pequeño, diminuto, intentando llegar a cada trazo, cada gesto, e imaginando qué se estarán diciendo los Reyes Magos o si él mismo ha sido bueno durante año y así le traerán los regalos que ha pedido. Algo parecido a ese cuadro, sumado a la imaginación de un niño, es la Navidad.
Odiada y amada, celebrada y aborrecida, deseada y evitada, los días que se concentran entre el 22 de diciembre y el 6 de enero son el hogar de infinitas historias. Es algo así, siguiendo con los símiles artísticos, como lo que sucedió el día que Salvador Dalí y Jean Cocteau, otro artista que, como el catalán, creía que había inventado el arte con sus trabajos, visitaron juntos el Prado. Cuenta Dalí que, cuando salieron de la pinacoteca, un periodista preguntó al francés: “Si se quemara el Museo del Prado, ¿qué hubiera salvado usted?”. Una pregunta a la que el ínclito Cocteau respondió mirando a Dalí: “El fuego”. Ante la respuesta del francés, los periodistas se dirigieron a Dalí para preguntarle lo mismo, y este subió la apuesta (hablando en tercera persona de él mismo, así era el amigo): “Dalí se hubiera llevado el aire contenido dentro de las Meninas, que es el aire de mayor calidad que existe”. Y se quedó tan ancho.
Esta anécdota nos lleva a dos cosas. La primera, a pensar hasta qué punto fue terrible para la historia del arte que el franquismo le riera las gracias a alguien como Dalí, provocando que ahora sus cuadros estén en un museo y que Nacho Cano le dedicara una canción (quizás esta es la única venganza que nos queda contra él). La segunda es, entrando de lleno en su mundo, que la Navidad es algo muy parecido a la discusión entre ambos “genios”. Y es que, mientras unos salvarían el fuego, otros entre los que me incluyo, se quedarían con el aire contenido que hay dentro de estas fechas.
En ellas cabe toda una vida y todo lo que podamos imaginar. Charles Dickens, padre de la Navidad actual, describió en Cuento de Navidad y en otras de sus obras las escenas que han servido para que tantas empresas hagan su agosto particular en pleno diciembre. Renos, mercadillos eternos, gorros, chocolates, esa forma de entender la Navidad desde la unión y la empatía viene de un escritor cuya infancia estuvo sumida en la pobreza y que vivió en una época donde los trabajadores se hacinaban en barrios donde no tenían los servicios más básicos. La Navidad que nos hizo imaginarnos, y que ha llegado hasta ahora, no tiene nada de la vida real de aquellos tiempos. No sé si Dickens estaría muy contento con su legado.
La Navidad no es algo ideal, pero sin duda es especial. Por eso, un niño puede imaginarse toda una vida dentro de un cuadro de Rubens y sentirse más diminuto que nada en el mundo
Esa mágica contradicción de la Navidad, en la que fingimos que nos cae bien nuestro vecino, nuestro cuñado o el último tío que tenemos perdido por el mundo ha sido algo recurrente en la historia. En diciembre de 1914, en el Frente Occidental de la Primera Guerra Mundial, alemanes, franceses y británicos sellaban una paz que ha pasado a los anales. Ambos bandos decidieron darse la mano para celebrar la Navidad, cantar villancicos e incluso jugar al fútbol en una tierra de nadie a donde salir, solo unos días antes, hubiera significado la muerte. Fue algo informal, no pensado y cuyo respeto solo radicaba en la humanidad de ambos bandos. Era Navidad, y no se podía matar a nadie. La cosa duró poco. Esos soldados que hablaban y jugaban al fútbol el 25, solo unas semanas después se volverían a matar sin piedad. Muchos morirían en la Batalla de Ypres, una de las más horribles de la Gran Guerra y donde se usó por primera vez por parte de los alemanes el mortífero gas mostaza.
Además de la contradicción, la Navidad es un momento perfecto para dar noticias importantes. Una tradición que siguieron líderes como Mijail Gorbachov, que aprovechó el 25 de diciembre para pronunciar su discurso de dimisión que, formalmente, se entiende como el fin de la Unión Soviética. También los rumanos se tomaron la Navidad como el final de una etapa, aunque en su caso, lo hicieron de forma más violenta. El 25 de diciembre ejecutaron al sanguinario dictador Nicolae Ceaușescu y a su esposa, acusado de decenas de miles de asesinatos. Antes de morir, el dictador gritó: “¡La historia me vengará!”. Algo que, por ahora, no ha sucedido.
Por todo eso, el aire contenido que tienen estas fechas es diferente al del resto del año. Hay cosas que solo pasan en Navidad. Es un tiempo de nuevos comienzos, de magia, de disfrutar de la familia, pero también de dolor. La silla vacía que en Nochevieja tiene un sabor más agrio de lo normal, la felicidad de todos que no puedes sentir en carne propia y la soledad que también se hace más grande que nunca. La Navidad acrecienta todo, contiene todo y lo magnifica todo. Es tiempo de espera, de parar, pero también de actuar. De abrir nuevos comienzos, de cerrar etapas, de querer y de llorar. La Navidad no es lo que escribió Dickens, no es algo ideal, pero sin duda es especial. Por eso, un niño puede imaginarse toda una vida dentro de un cuadro de Rubens y sentirse más diminuto que nada en el mundo.
Por eso, como Dalí, yo salvaría el aire contenido en las dos semanas que dura la Navidad, porque, como decía uno de los grandes sabios de nuestro siglo (David Bisbal) todo, incluso lo que creemos más lejano, irrealizable o inviable, es posible en Navidad. Y es algo que, como los cuadros del Prado, nos une a miles de generaciones antes que nosotros, a los soldados de la Primera Guerra Mundial, a los rumanos que acabaron con la dictadura y, sin duda, también a esas personas que vivieron en los libros de Dickens pero que el capitalismo no ha tenido a bien salvar.
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