La diferencia que hay entre una personalidad notable y un gran estadista es que los primeros circulan por la Historia mientras que los segundos la escriben.
Un amanecer de noviembre de 2008, cuando en Washington estaban a punto de abrirse los colegios electorales, un funcionario negro, de uniforme, se sinceraba junto a la enorme estatua de Lincoln, a pocos metros de donde Luther King había confesado su sueño frente a cientos de miles de norteamericanos, y me decía que la victoria de Obama era "la gran esperanza de América". Horas antes, en una de las avenidas que confluyen en la Casa Blanca una mujer blanca, joven, con un niño en brazos, esperaba que el candidato demócrata fuera su próximo inquilino "para devolvernos el orgullo de ser americanos que Bush nos ha quitado".
Un lustro después no creo que ninguno de ellos me hablase de su presidente con aquella esperanzada admiración.
El "yes we can" se ha convertido en un hiriente "yes we scan", y el relativo éxito de su política frente a la crisis económica se amortigua por su casi absoluto fracaso en las promesas de impulso social para mejorar a sus compatriotas más golpeados por las políticas republicanas.
Esta semana, Obama saludaba la celebración del 4 de julio con la ampulosa afirmación de que Estados Unidos era la nación más grande del mundo mientras en Moscú un compatriota trataba de dibujar el amargo perfil de su futuro mapa de apátrida, al sur el vecindario del "jardín trasero" montaba en cólera multinacional y en el norte de África unos generalotes acostumbrados al poder político lo retomaban por la vía de las armas. Tres situaciones con protagonismo de Washington y una "grandeza" en grado de discutible, me parece.
Pocos días antes, el presidente Obama había visitado en Robben Island, frente a Ciudad del Cabo, la celda en la que Mandela, hoy con un pie fuera de esta vida, había pasado 18 de los casi treinta años que estuvo en prisión. Lo hizo, según vemos, con cámaras de televisión que dejaran el momento para la Historia. Lo hizo, según dijo, conmovido por haber estado donde "hombres con tanto coraje se enfrentaron a la injusticia y se negaron a rendirse", y para la Historia quedo escrito en el libro de visitas.
Ambos, Obama y Mandela, tendrán hueco en el relato de nuestro tiempo como los primeros presidentes negros de sus países, pero en esa Historia que escriben las naciones, las gentes y los grandes hombres y mujeres de todos los tiempos, habrá pocas más coincidencias entre los dos. Y no sólo porque sus momentos y sus obligaciones pertenezcan a tiempos y lugares diferentes y por tanto no comparables. La distancia entre ambos la da su carácter, determinación y fortaleza a la hora de hacer lo que a cada uno le tocaba, que es aquello a lo que se habían comprometido con su pueblo. Mandela, con astucia y decisión, lideró una dificilísima transición democrática basada en la igualdad racial como principio: manejó los hilos y condujo a su país a un tiempo nuevo.
Obama, cinco años después de la esperanza que sus ciudadanos y una gran parte del mundo pusieron en él, no ha tenido el coraje "de enfrentarse a la injusticia" y a los grandes grupos de poder en su país, mantiene semivacío el cajón de los compromisos cumplidos y da muestras de no tener ni los arrestos ni la voluntad de cambiar esa imagen de los Estados Unidos que devolviera a aquella joven votante su orgullo de norteamericana.
Ambos, Mandela y Obama, han confluido en los mismos lugares pero no sólo sus tiempos han sido distintos. También su voluntad, su actitud y su papel: Obama circula por la Historia, Mandela la ha escrito.
La diferencia que hay entre una personalidad notable y un gran estadista es que los primeros circulan por la Historia mientras que los segundos la escriben.