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Los obispos y los libros

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A veces los lectores cuentan algo de su vida. Los lectores cuentan. El escritor se siente recompensado, tomado en cuenta, alegre de que la literatura sea un viaje de ida y vuelta, feliz de que los libros, sus libros, formen parte de una educación sentimental. Más allá de las ventas, las cifras y las listas, un escritor necesita reconocerse en sus lectores, sentirse orgulloso de ellos. No es cuestión de cantidad, sino de condición.

Se acercan dos jóvenes al escritor en busca de una firma y le cuentan su historia. Uno se llama Eduardo, el otro Javier. Acaban de casarse. Durante meses mantuvieron la apariencia de una relación de amistad, sin que ninguno se atreviese a hablar de amor. Sentían miedo a la incomprensión, a la posibilidad de romper algo. Cada uno llevaba en su memoria el peso de una ciudad provinciana, una familia difícil, muchas ofensas soportadas y una costumbre de silencio como forma de resistencia.

Un día, justo cuando Javier se iba a pasar las Navidades a casa de sus padres, Eduardo decidió dar un paso. Copió a mano un poema del escritor, lo metió en un sobre y se lo dio a su amigo en la Estación de Atocha. Por favor, dijo, no lo abras hasta que el tren esté en marcha. Javier hizo caso, leyó el poema de amor cuando Madrid se despedía sobre la ventanilla con casas de suburbio, entendió la situación, decidió bajarse en la primera parada y tomó un tren de vuelta. El escritor observa la felicidad con la que los lectores cuentan su vida y se siente feliz. No puede dejar de imaginarse los momentos de silencio, el instante en el que Eduardo decidió elegir su poema, el lugar donde lo copió, la inquietud de Javier mientras empezaba a leerlo en un vagón de tren. Rincones de la vida.

En otra ocasión se acercan dos mujeres. Una de ellas, la más silenciosa, está embarazada. Me llamo Teresa, dice la otra, y quiero que me firme el libro. Antes de que el escritor empiece la dedicatoria, le toca el vientre a su amiga para definir la situación. Ella se llama María y el niño que esperamos se llamará Fernando. Quiero que nos dedique el libro a los tres. Luego Teresa se pone a contar una historia en la que aparece un poema de cuatro versos. El escritor observa su felicidad y se siente feliz. Imagina una cafetería frente al mar, una conversación entre dos profesoras de instituto. Rincones de la vida.

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La Conferencia Episcopal publica Testigos del Señor (2014), su nuevo catecismo. Una nueva edición con los miedos y las represiones de siempre. Como cada uno suele tener los lectores que se merece, el escritor piensa en los suyos. La mayoría de ellos no van a sufir mucho porque viven ya en un mundo no gobernado por el infierno de la Iglesia. No estamos, por suerte, en la España clerical que denunció Pérez Galdós en Electra (1901). Los jóvenes Baroja, Valle-Inclán, Azorín y Maeztu fueron convocados a moverse contra la Restauración por aquella obra de teatro en la que una muchacha con derecho a ser feliz era maltratada por las supersticiones beatas de la España oficial. No, no estamos en la situación de Electra. Tampoco Doña Perfecta (1876) tiene ya poder de decisión sobre el amor y la muerte bajo la soberbia sumisa de las sotanas. No es casualidad que una buena parte de la mejor literatura española se haya escrito desde el siglo XVIII contra los daños y las mezquindades de la Iglesia. Algo se ha conseguido, señor Jovellanos, señor Clarín, señor Ortega y Gasset, señora Ana María Matute.

Tampoco es casualidad que García Lorca se identificara como poeta con Cristo frente a la intolerancia del Vaticano y de la institución católica. Se trataba de vivir el amor contra el deseo de poder. La Conferencia Episcopal no dedica su teología al amor, eso es mentira, sino al poder, a entender la religión como forma de poder, y por eso desprecia a los enamorados que no asumen sus reglas de obediencia. Y por eso maltrata también a los sacerdotes y a los cristianos que se empeñan en vivir de acuerdo con el amor, con la pura y libre incondicionalidad del amor.

No, por fortuna ya no estamos en la época de Pérez Galdós. Pero cuanto daño han hecho y hacen todavía aquellos que buscan los rincones de la vida para obstaculizar la felicidad de la gente. El escritor piensa en sus lectores y brinda por los ojos, las manos y las conciencias que han decidido vivir en libertad.

A veces los lectores cuentan algo de su vida. Los lectores cuentan. El escritor se siente recompensado, tomado en cuenta, alegre de que la literatura sea un viaje de ida y vuelta, feliz de que los libros, sus libros, formen parte de una educación sentimental. Más allá de las ventas, las cifras y las listas, un escritor necesita reconocerse en sus lectores, sentirse orgulloso de ellos. No es cuestión de cantidad, sino de condición.

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